Lo confieso: soy una intensa. Ya está, ya lo he dicho. Ya he salido del armario de la intensidad.

Foto de mi yo pasado negando lo evidente.

Soy una intensa, pero mucho. Lloro con las películas tristes, con las felices y hasta en los musicales, cuando cantan alguna lenta.  También hago mucha una cosa, y es que cuando me gusta alguien, me ilusiono muy rápidamente y me paso todo el día soñando despierta. Si me sale bien, vivo la relación muy intensamente y cuando no, vivo la pérdida con la misma intensidad.

No puedo evitarlo, siempre he sido una intensa. Y cuando me llamo a mí misma “intensa” no lo hago para dar una imagen de superioridad intelectual de mi misma, ni mucho menos. No quiero que me imaginéis redactando este post mientras me fumo un cigarro tumbada en la cama con un libro de Dostoyévski reposando casualmente sobre mi mesilla. Además, eso solo pasa en las películas y en las historias de Instagram de treintañeros desesperados por ligar.

Que sea una intensa, tampoco significa que no sepa relativizar o dar la importancia adecuada a cada cosa o que mi existencia sea más dramática que la de Amanda Bynes en Twitter. No significa que si me enamoro de ti vaya a montarte un pollo cada vez que no me contestas a un Whatsapp, ni que vaya a ser incapaz de aceptar que la relación se ha acabado o, a veces, que ni siquiera había empezado. Que sea una intensa no significa que sea una inmadura.

Porque que yo sea una intensa no tiene nada que ver contigo, en realidad. Tiene que ver conmigo misma y con la forma en que he decidido vivir y sentir las cosas, y no tiene por qué afectar a la relación que tenemos más que lo haría que fuese vegetariana o una apasionada del heavy metal.

Y sé que el problema de todo esto, realmente, es que lo que está de moda es justamente lo contrario a ser una intensa: la indiferencia. Fingir que nada tiene demasiada importancia, ni lo bueno, ni lo malo. Esperar para contestar a un mensaje para no parecer una desesperada; arreglarte, pero no demasiado, para que no parezca que lo has pensado mucho; decir no cuando quieres decir sí, para parecer desinteresada, y, en general, vivir todas tus relaciones con un pie siempre en la puerta para que así no puedan romperte el corazón en el caso de que salga mal. Como si fuera todo parte de un gran juego cuyas normas hemos aceptado todos, aunque a las intensitas como yo se nos dé peor entenderlas.

Y ¿sabéis qué os digo? Que estoy harta de tanta norma. No quiero esperar más para mandar ese mensaje, ni seguir fingiendo que esa relación que salió mal no me importaba, ni hacer de tripas corazón para disimular que tengo miedo.

No quiero fingir más.

Soy una intensa, e intensa me quedaré.