¡Ay! El atractivo del empastelamiento parejil desconocido, ¡cómo atrae! Me refiero a ese millón de veces que alguna abuela, amiga de familiar, tía de primo, etc. te ha dejado caer que conoce a alguien soltero que justamente tiene tu edad… Está más que permitido fantasear con la idea de que esa persona va a ser todo lo que nos prometen (que será, como bien se saben vender abuelas y demás, oro mínimo), y por un segundo en tu cabeza la ensoñación te permite pensar que esa persona de la que te hablan será el cruce perfecto de Ryan Gosling y Michael Fassbender. Cuando luego la realidad… pues ya pasa a ser otra cosa.

Creo que los emparejamientos de este estilo -no me atrevo a extenderlo al terreno amiguil, es decir, a estos colegas que buscan entre sus amistades solteras “a ver si tienen algo disponible para ti” entre los estados del Facebook– nunca suelen funcionar. Es decir, es como la famosa premisa de “nunca conocerás al hombre de tu vida en un bar” que hemos oído mil veces de bocas de amigos emparejados a la vieja usanza justo antes de que abandones la cena de parejitas de rigor para unirte a tus amigas solteras e ir a tomar unas copas y bailar. “¿Así que de caza?” es probablemente la frase que más odiaba escuchar en mis años solteros de la veintena. “Sí, a la caza de un buen DJ que me pueda poner mi canción favorita de Queen mientras grito como una descosida cuando la engancha con las Pointer Sisters”, que parece a veces que los ‘casados’ no entienden que a las ‘solteras’ les guste salir a bailar sin más intención que… bailar.

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Pues igual que “nunca conocerás al hombre de tu vida en un bar” (venga, parejas que lo han hecho, os espero en los comentarios para probar el error de esa afirmación), podríamos por esa regla de tres decir que “nunca saldrá nada bueno de que alguien que te doble la edad te trate de emparejar con quien conoce soltero”. Lo cuento ahora desde mi zona segura de confort, esa donde vivo con mi novio y no tengo que preocuparme más de que me traten de “empastelar” a nadie, pero la lista de intentos por la que he tenido que pasar en el pasado ha sido de órdago. En una ocasión, vinieron unos amigos de mis padres que hacía como diez años que no veíamos a comer a casa de mi abuela con sus dos hijos; el chico traía a su novia con él. Hasta aquí todo correcto, hasta que a mi querida abuela se le enciende la luz que ambos tenemos la misma edad, y allí delante ni corta ni perezosa lanza su primer misil: “Oye, tu novia es muy guapa” le dice, “pero mi nieta… No es por nada, pero mi nieta lo es mucho más”. Gracias, abu.


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La cosa no acabó ahí. Como uno tiene que sacar temas de conversación en una ocasión tal (al fin y al cabo, había hablado con esta persona una vez y creo que cuando tenía 12 años), nos ponemos a charlar de la NBA y de baloncesto. Hecho que no pasa por alto mi abuela, que se lanza a otro intento de hacernos ver “la cantidad de cosas que tenéis en común”, comprobando a su vez que la novia del chico no entraba al tema. Sus intentos cesaron cuando la chica en cuestión le contó a mi señora abuela que se iba a mudar a la provincia donde vivía él para estar juntos. Ahí ya todo le pareció más correcto que fuera a sentar la cabeza (¡no como su nieta!) y aceptó de buenas que ese chico no era para mí.

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Este hecho me hace recordar cuando visité a mi tía en su adorable cabañita del Valle de Arán. Fui a pasar una apacible semana a las montañas y la noche antes de tener que regresar la mujer me llevó a su cena mensual con las amigas de la infancia. Sentía mucho tener que poner a su por aquel entonces sobrina de 26 años rodeada un sábado noche de cincuentones y sesentones en una pizzería, pero como no había otro plan, allí que me sumé. Claro, lo que no sabía yo es que aquello acabaría siendo una emboscada de señoras con sus carteras y móviles llenos de fotos de sus hijos, sobrinos y nietos, a cada cual más perfecto para mí y que la noche se iba a convertir en una subasta.

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Empezó todo con la que tenía sentada delante mío, que saca de la cartera una foto impresa 10×15 de su hijo y sus teñidísimas mechas rubias haciendo un desconocido por aquel entonces selfie en el espejo del baño… con una cámara analógica y su consecuente flash. Sí, la foto era de cuando la criatura tenía 19 años y para cuando la foto llegó a mis manos, después de ver cómo rulaba por las impresionables caras de las amigas de mi tía, que se sonrojaban, me llegó el dato que en verdad el chico ahora ya no iba al gimnasio y a sus 36 años ya no tenía “tanto” pelo.

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En ese momento de flaqueza de candidato, la más joven a mi izquierda sacó su móvil para meter a concurso a su sobrino, al que le gustaba leer y la buena música, un chico tranquilo con el que creía que yo podría hacer buenas migas… si su madre lo dejaba salir de casa, ya que teñía 15 años. No acabó ahí la noche, que bien quiso la más mayor del grupo cogerme del brazo como quien no quiere la cosa, para hablarme en extensión de su nieto, que sí que iba al gimnasio (y no como el peliteñido). A la salida, de nuevo, una más joven, también aprovechó para dejarme caer que su hijo de mi edad también vivía en mi misma ciudad y que quizás un día nos cruzábamos y todo… (porque es lo que tiene Barcelona, que es un pueblillo donde todos nos conocemos).

Salí de aquella pizzería reafirmándome en la idea de que los “empastelamientos” no son buenos, que dudosamente iba a encontrar en esas fotos de móviles de orgullosas madres/abuelas/tías a Fassbender. ¡Quién sabe! Puede que 1 de cada 10.000 veces ese método funcione, y ahí fuera haya parejas que la primera vez que se vieron el uno al otro fue en un momento de orgullo familiar, pero mi experiencia al respecto indica que es poco probable. Bueno, digo yo que lo último que se pierde es la esperanza, y a que la tía/abuela/madre de Fassbender también la embarga el orgullo y va con la polaroid del niño en la cartera. Afortunadas algunas.