Hace ya unos cuantos meses mi novio hincó rodilla y me pidió matrimonio. Siempre me había hecho ilusión eso de montar un fiestón, sentirme Beyoncé durante veinticuatro horas, emborracharme como si no hubiera un mañana y reunir a toda la gente a la que quiero para compartir felicidad, llorar de alegría y comer hasta reventar.

Tenía idealizada la boda y no me daba cuenta de la cantidad de esfuerzo que requiere…

¿Por la iglesia o por lo civil? ¿Dónde celebramos el banquete? ¿De mañana o tarde? ¿Qué menú escogemos? ¿De verdad vas a invitar a ese tío de tu curro tan machista? ¿Ponemos mesa de mojitos? ¿Quién cojones lleva las arras si no conocemos a nadie con hijos?

Mi estado durante estos meses.

Todas estas dudas y más surgieron durante los meses posteriores a la pedida. Por suerte ya tengo el vestido y es más bonito de lo que jamás habría soñado, pero no he tenido la misma suerte con el tema de la maquilladora.

Primero me dejé aconsejar y hablé con «la chica que maquilló en su boda a la amiga de mi prima y quedó súper guapa». Le comenté que quería algo muy natural. No quería tapar mis pecas así que prefería una piel bastante limpia con un poquito de colorete, bronceador e iluminador, y en los ojos sólo eye-liner y máscara de pestañas. Todo lo más sencillo posible, nada de maquillajes de alfombra roja. Pues la chica debía ser sorda o algo, porque en la prueba de maquillaje me puso medio kilo de pote en la cara (encima mate, de estos que parecen cemento armado) y un countoring que ríete tú de Kim Kardashian. Me miré en el espejo y estaba en shock. ¿En qué momento dije «ponme la cara como un gusiluz que ha metido la cara en un bote de purpurina»? 

Con todo el amor del mundo le dije que prefería algo más discreto. Os juro que no había problemas de comunicación por mi parte. En todo momento fui muy clara con lo que quería.

– Vale, vale. Vamos a hacer una cosa, tú no te quites hoy el maquillaje. Te ves en casa, con luz natural y bueno, igual te acostumbras y te gusta. Si ves que no la semana que viene hacemos otra prueba.

Salí a la calle traumatizada. ¿Ves cuando vas de fiesta sin beber alcohol y toda la peña borracha te parece sacada de una película de Almodóvar? Pues así me sentía yo. Todas las chiquinas que veía por la calle llevaban iluminador hasta en el ojete. A lo mejor es que después de mi drama maquillístico yo me fijaba más, pero no podía parar de preguntarme por qué ahora todo el mundo se pone brillo en la cara como si fuesen los Carnavales de Río de Janeiro.

El día pasó y yo me vi en luz natural, artificial, cálida, fría y de todos los espectros posibles, pero el maquillaje seguía sin gustarme. Estaba segura de que si pasaba un dedo por mi mejilla corría el riesgo de arrastrar toda la base de MAC.

Volví a quedar con la maquilladora y de nuevo le expliqué lo que quería.

– A ver. No quiero nada de base, nada de purpurina y nada de contorno. Me gusta mi cara con forma de ensaimada, no quiero parecer delgada. Mi culo me delata.

Pues nada, empiezo a notar que la muchacha me da golpetazos con la beauty blender de las narices…

¿Estás poniendome base?

– Sí, sí. Es una CC Cream sin color para unificar el tono.

Ilusa de mí que me lo creí…

Acaba su obra de arte, me miro en el espejo y sorpresa la mía cuando otra vez me veo embadurnada en pote e iluminador. Que si el arco de cupido, la punta de la nariz, el arco de la ceja, el pómulo, el lácrimal. SEÑORA, ¿QUIERE QUE LE ENSEÑE EL CLÍTORIS Y TAMBIÉN ME LO ILUMINA?

Así que nada, aquí estoy a meses del gran día sin maquilladora y a punto de pasarme por El Corte Inglés para pillarme un cuatro cosas y pintarme yo la carita, que como una se tunea no lo hace nadie.

 

Anónimo