He visitado Madrid desde muy pequeño pero la conocí de verdad ya de más mayor, en esa edad en la que empiezas a convertirte en un hombrecito sin haber madurado del todo, esa edad en la que las locuras sin remordimientos aún te están permitidas. Madrid siempre me había parecido fascinante, una ciudad con alma propia. Despertaba en mí una enorme curiosidad como si todo lo que en ella residía, las calles, los edificios, la gente, estuviera hecho a medida. En su conjunto el resultado era un solo ente que funcionaba perfectamente engranado dando vida a una maravilla llena de magia. Fue amor a primera vista.

Tarde o temprano tenía que ocurrir y me vine a vivir aquí hace ya más de diez años. Madrid me recibió con los brazos abiertos y yo me dejé abrazar. Esta ciudad hay que tomársela con calma y dejar que poco a poco te haga un hueco y te vaya acomodando en su regazo.

Comencé viviendo en la Plaza de San Ildefonso, en Malasaña. Adoraba el barrio de Malasaña con ese toque bohemio, siempre disponible para acompañarte en tus andanzas a cualquier hora del día o de la noche. Las calles de Chueca, divertidas e irreverentes, confidentes de travesuras. Cruzar la Puerta del Sol, el ombligo de Madrid, para pasear por La Latina, tan castiza y entrañable, y llegar a Lavapiés, lleno de rincones con encanto en los que todo el mundo es bien recibido. Ver la puesta de sol en el Templo de Debod con ese cielo de Madrid de un azul tan suyo, porque en la paleta de colores hay un azul sólo para el cielo de Madrid.

Cuántas aventuras… ¡Ay Madrid, si tú y yo nos sentáramos a recordar! Locuras inconfesables, momentos inolvidables, amigos de corazón que tú me presentaste. Madurar, verte cambiar y que me veas crecer. Aprender juntos a vivir.

«Te cansarás del centro», me decían cuando llegué. «Es normal, vienes de fuera, al principio encanta pero luego agobia». Pero no fue así. Y de San Ildefonso me mudé a San Onofre, una callecita con mucho encanto justo detrás de la Gran Vía de Madrid. Porque si de algo estoy locamente enamorado en esta ciudad es de su Gran Vía. Esta calle con vida propia, que respira, que late, que nunca duerme, que me hizo perder la cabeza del todo por esta ciudad. Si la Gran Vía de Madrid fuera una persona sería una gran señora muy elegante con mirada vieja pero aún bella, de las que callan más de lo que hablan, impecablemente vestida y arreglada, siempre sonriendo y siempre dispuesta a recibirte con mil historias que contar, que jamás pierde la compostura ni el respeto y que juró guardar todos los secretos que le fueron confesados porque ella es mujer de palabra.

Aún hoy después de tantos años piel con piel con Madrid y su Gran Vía cuando salgo de aquí, sea cual sea el destino, sigo echándola de menos. Soy de los que piensan que has encontrado tu hogar si, viajes a la ciudad que viajes, pasado un tiempo estás deseando volver.

Regreso de mis pequeños exilios vacacionales siempre con ganas de reencontrarme con las calles de Madrid. Cojo un taxi desde el aeropuerto para que me lleve a casa justo en el momento en que está amaneciendo y su cielo anaranjado se despereza con motas de azul, mientras se oyen los sonidos de las persianas de los comercios abriéndose y de su gente caminando por las calles para comenzar un nuevo día o terminar una larga noche. Y cuando el taxi baja desde la Puerta de Alcalá y pasa por Cibeles para recorrer por fin la Gran Vía, yo voy mirando por la ventanilla con las ganas de volver a verla deshaciéndose en mi sonrisa. Y en ese momento, todavía hoy habiendo pasado más de diez años, se me sigue erizando la piel y pienso casi en voz alta: «Qué bien, Madrid. Qué bien. Cuánto te echaba de menos».

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