Siempre me he considerado una tía valiente. Soy bruta y dura e indestructible como los Nokias. Mis amigas me miran flipadas cuando me enfrento a los tíos en las discotecas, cuando discuto con un policía local aunque me haya pillado con el móvil o cuando me hago mi hueco en la zona de pesas del Gym, rodeada de rumanos musculados. Pero con las cucarachas no puedo. Con ellas, no.

Me pueden. Me someten. Me convierten en una histérica loca fuera de mí… aparecen de la nada, correteando hacia mi porque huelen el miedo como los perros, haciendo sombra sobre el asfalto como si fueran aún más grandes, olisqueando la mierda con sus antenas, rojas ellas y gordas (cómo corren las hijasdeputa, con lo que a mi me cuesta llegar a la media hora), huyendo hasta las esquinas, donde no las puedas pisar… aunque yo, ni loca. No podría. No puedo pasar por eso, aplastarlas con mi sandalia del Mary Paz… no, no, por favor… sus restos espachurraos podrían llegar hasta mis lindos deditos. Puuffff me moriría. Antes me corto el pie por el tobillo y se lo tiro de lejos.
mata-cucarachas

Lo he pensado, miles de veces, matarlas, porque muerta la cucaracha, muerta la rabia, pero soy incapaz, yo, la fuerte, la cachitas, la que todo lo puede, desde entrar sin rebequita en Mango en agosto hasta beberme cinco chupitos de Jagermeister seguidos sin acabar en la ambulancia. Porque esto es un “o ellas o yo”. Tanto, que cuando se me cruza una en la calle me echo a la carretera en tres brincos a punto de morir aplastada yo, y no ella, la cabrona, tanto, que lloriqueo diciendo “se ha ido, se ha ido”, delante de quien sea, me la pela. Tanto, que cuando entro en un baño público hago la inspección ocular como una neurótica, tanto que cuando entro en brote, cualquier hoja que vuela sobre la acera me hace perder dos años de vida, y tanto, que una vez vi una en mi salón, vacié el fluflu de los mosquitos sobre ella, cerrando la puerta sin mirar atrás. Hija de puta. (Sobreviven a los ataques nucleares, cómo no lo van a hacer al matamosquitos). Han pasado dos años y aún no he podido volver a casa. La zorra ha hecho reformas, se ha montado un loft y se ha puesto el cartel de “Cuqui” en el buzón.