No fue el día que dejé de depilarme, ni el día que inicié una revolución social (porque muchas mujeres a las que admiro ya lo hicieron antes por mí). Sencillamente, fue el día que miré mis axilas sin depilar de unos días y pensé «estos pelos me gustan. Estos pelos son míos, y son jodidamente preciosos y me hacen sentir salvajemente sexy».

Como por una de esas casualidades de la vida, mis pelos comenzaron a crecer con una rapidez sorprendente en mí. Que apenas me salen cinco pelos en las piernas, dos en las axilas y ninguno fuera de la braguita del bikini. Estudiando, viendo la tele, haciendo yoga o leyendo una novela levantaba el brazo y los admiraba, los acariciaba y sin darme cuenta iba abriendo mi mente.

Supongo que lo que puede darte más miedo al iniciar un «desafío social» como decidir que tu cuerpo al natural es suficiente, es el tema pareja o sexo. Bien, pues yo ni pensé en eso. Mi novio es el hombre más feminista que conozco, y me perdonareis que no le llame aliado, pero es que él me inspira a que yo ocupe mi lugar en el feminismo y eso lo hace tan o más feminista que yo. Un martes entre besos y caricias, levanté los brazos y él me quitó la camisa, vio mis pelos y sonrió, me apoyó y bromeó preguntándome si me los quitaría algún día considerando que no pegaban con mi vestido.

Mis pelos me habían conquistado a mí y habían encontrado apoyo en el hombre que más me importaba. Dos de dos.

Pero esto no iban a ser tan fácil. Criada en un ambiente extremadamente conservador, había retado a mi familia con mi vegetarianismo, mi novio sin carrera, mi feminismo y mi par de tatuajes diminutos. No tanto como mis pelos, pero estos últimos causarían más estragos. Y es que no es fácil sentirte a gusto con nada de tu cuerpo por muy natural que sea, si ese ser (que amamos y en ocasiones odiamos a partes iguales) llamado mamá lo desaprueba constantemente repitiendo tópicos machistas que me erizan desde esos pelos hasta los del coño. Debates, discusiones, miradas de desaprobación y finalmente muecas de asco al levantar mínimamente el brazo. Sin embargo, seguía en casa y mi vena rebelde disfrutaba con el juego.

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La cosa fue diferente cuando jugué en casa del equipo contrario: el gimnasio. Para una gordibuena como yo, el gimnasio siempre es un terreno desconocido y en ocasiones hostil, aunque vayas tres veces por semana y te hayas ganado al monitor. Sin darme cuenta allí estaba un día de entrenamiento de brazos con camiseta de tirantes. ¿Qué hago? ¿Me voy a casa? ¿Tendré una cuchilla en el bolso? Debía seguir. Tras un par de movimientos extraños para colocarme de tal manera que no se vieran los pelos, dejé de preocuparme. Total, ¿quién iba a mirar? Ni que los demás no tuvieran otra cosa que hacer. Aquellos hombres que antes solo me miraban las tetas mientras botaban rítmicamente en la elíptica ahora desviaban sus miradas hacia los extremos, y mis axilas peludas (y en ese momento sudorosas) se convertían en su punto fijo para contar repeticiones. ¿Cómo podía sentirme tan incómoda al sentir que miraban mis axilas y no importarme cuando me miraban las tetas? ¿Acaso estaba acostumbrada? ¿Acaso es más fácil sentirte un objeto sexual deseado que una reivindicativa repudiada (en el mejor de los casos, en el peor: una mujer descuidada y de higiene dudosa)?

No he encontrado la respuesta, tampoco sé si me depilaré las axilas, pero tengo clara una cosa: que sólo haré aquello que me salga de los pelos del coño. Que para eso los tengo, son míos y me hacen sentir como una tigresa.

Mónica Miranda

(La foto destacada es de la autora <3)