Crecí en una familia completamente normal. Lo que se puede entender por normalidad, un grupo de personas que nos queríamos, nos apoyábamos entre nosotros (y lo continuamos haciendo), una relación basada en el respeto y ante todo en hablar sobre todo aquello que nos pudiera robar el sueño.

Lo que quiero decir con esto es que mis padres siempre fueron gente de lo más habitual, y así nos criaron a todos sus hijos. Por todo esto, cuando me abro y le cuento a alguien de confianza lo que estoy a punto de contaros, pocos entienden de dónde venía esa fijación mía por la virginidad.

De hecho yo era la hermana pequeña, y vi como mis hermanas crecían y maduraban, como nos presentaban a sus parejas o como vivían sus desamores. Cuando mi hermana mediana se casó tenía yo 17 años y no sé por qué algo en mi cerebro hizo click.

Yo estaba por aquel entonces saliendo con un compañero de clase, vale que no era la relación más seria y formal de la historia de los amoríos de instituto, pero comenzaba ya a valorar eso de poder lanzarme a la piscina del sexo. Él no me había presionado ni nada por el estilo, quizás sí que lo hicieron el resto de amigos y amigas, aunque es muy probable que esa repentina prisa se debiera también un poco a mi propia conciencia solicitándome que yo tenía que ser igual que ellas. ¿Qué era eso de tener 17 años, enrollarme cada día con mi novio, y no acostarme con él?

Pero como os digo, las cosas cambiaron en mi cabeza el día de la boda de mi hermana. La vi vestida de novia, preciosa, la vi bailar con el que ya era su marido, vi esa complicidad entre los dos. Y entonces entendí que yo en absoluto tenía eso con el que entonces era mi novio. De repente mi propio yo me dio aseguró que el sexo debía ser con alguien así y no antes. Que de hacerlo estaría restándole importancia a un acto que podría marcar para siempre mi vida. Lo sé, ni yo lo entiendo muchas veces, pero la cuestión fue que por mí misma opté por esperar lo que hiciera falta para meterme en la cama con alguien.

A modo de resumen debéis saber que llegué a la universidad, la terminé y comencé a labrarme mi futuro en una empresa, todo ello viviendo mi sexualidad prácticamente a nivel cero. Tenía mis parejas pero mi propia presión por encontrar al hombre perfecto me hizo convertirme en una mujer terriblemente exigente. Y ya no solo eso, sino que según pasaban los años mis ‘prisas’ por dar con mi príncipe azul me llevaron a angustiarme en más de una ocasión.

Les pedía a mis parejas demasiado, prácticamente sin conocerlos exigía una conexión que era materialmente imposible. No podía comprender cómo ningún hombre podía darme esa complicidad en apenas unas semanas. Aunque la realidad era que por dentro yo estaba deseando dar ese paso con alguien y me estaba empezando a frustrar.

virgen

Fue un poco así como conocí a Nando (nombre inventado). Un hombre increíblemente bueno y respetuoso que venía cada día a mi trabajo para hacer unas gestiones de su empresa. No me atrajo nada en absoluto cuando lo vi por primera vez, pero con el paso del tiempo empezamos a hablar más, a tontear, a sonreírnos sin saber por qué… Hasta que me pidió una cita.

Yo tenía entonces 33 años, él 39, y así fue como empezamos a salir. Las cosas con Nando eran diferentes y muy especiales. Era un chico único, con mucho que contar y en absoluto parecido a ningún chico con el que hubiera estado hasta entonces. Nando me trataba como una reina, y yo estaba muy cómoda a su lado.

Cuando llevábamos juntos más de medio año, una tarde después de una sesión de cine, Nando se lanzó a preguntarme si había algún problema con él, con su cuerpo o si lo nuestro no iba a ir más allá. Éramos ya una pareja estable y apenas me había lanzado alguna vez a acariciarle el pene por encima del pantalón. Ni que decir tiene que él a mí me había tocado lo justo en alguno de esos momentos fogosos que habíamos tenido. Hasta entonces Nando simplemente se había mantenido en silencio cuando yo frenaba la situación para que no fuese a más. Evitaba por completo hablar sobre aquel tema, pero era evidente que para él aquello era importante y yo no podía culparlo.

Fui sincera con él y le pedí paciencia aunque comprendía perfectamente que saliese huyendo. Para mi sorpresa, Nando me prometió esperar el tiempo que hiciera falta. Simplemente me hizo saber que estaba increíblemente enamorado de mí y que tenía claro que merecería la pena.

Lo abracé, le di las gracias, y seguimos adelante con aquella bonita relación que estábamos creando. Muchas veces vivía con miedo el hecho de que Nando y yo no tuviéramos relaciones. Pensaba que él, por su trabajo de cara al público, pudiera conocer a otra persona y que sus necesidades de sexo lo pudieran llevar a cometer alguna locura. Me frustraba y lo pagaba con él, convirtiéndome en una mujer desconfiada a más no poder.

Empezamos a discutir mucho más. Cualquier cosa me llevaba a pensar que Nando ya no me quería, o que estaba conmigo por pena. Y en uno de esos momentos en los que yo entraba en barrena, una tarde de verano Nando sencillamente me preguntó si de verdad lo quería tanto como para casarme con él. Me quedé perpleja en el momento, pero también fui consciente de que sí que quería ser su mujer, que estaba decidida a pasar el resto de mi vida a su lado.

En tres meses Nando y yo pasamos por el altar en una bonita boda que yo misma llevaba casi toda mi vida planeando. Rememoré la boda de mi hermana, busqué en la mirada de Nando la complicidad que había visto aquel día, y lo sentí, puedo jurar que lo sentí en todo mi cuerpo. Hicimos una fiesta en la que nuestro amor fue totalmente el protagonista y le aseguré a mi marido que iba a entregarle mi vida entera.

No salió bien. Este es el spoiler que puedo hacer cuando han pasado dos años desde aquella preciosa boda. Pero es que no funcionó desde el minuto cero de nuestro matrimonio, casi desde el primer instante en el que estuvimos solos una vez terminó la fiesta.

Nando y yo nos fuimos directos a nuestra habitación, una preciosa suite nupcial de un hotel increíble. Eran las doce de la noche, llevábamos todo el día sonriendo y bailando y yo no podía más con mis pies y mi vida. Mi marido me preparó un baño de burbujas en el jacuzzi, y por primera vez me desnudé delante de él. También lo hizo él para meterse a mi lado en aquella gran bañera. Sabía qué era lo que tocaba y puedo jurar que me apetecía muchísimo. Sin pensarlo siquiera me abalancé sobre Nando para besarlo sin parar, para que él hiciera el resto, pero tras un largo rato de caricias y besos, allí no pasó nada más.

Nos metimos en la cama, busqué entre las sábanas su cuerpo para tocarlo y que pudiera entender que era toda suya, pero tampoco sucedió nada. Nando me abrazaba, besaba mi frente con cariño y solo me decía que no había ninguna prisa, que descansáramos.

virgen

Viaje de novios, vuelta a la rutina, compartir un bonito piso en el centro de la ciudad… Nando y yo llevábamos casados casi un mes y todavía no habíamos dado el paso. Una noche simplemente le pregunté si había algo que yo debía saber, y él solo me dijo que no quería pensar que me había casado con él para poder acostarnos. Y que si habíamos aguantado tantos meses juntos sin sexo ¿por qué darle importancia ahora?

Me enfadó mucho que pudiera pensar aquello de mí, pero en el fondo lo que más me enfadaba era que Nando pudiera tener razón. Yo de repente necesitaba acostarme con él, era una mujer casada con un hombre estupendo y todavía no había sentido lo que era un orgasmo.

Y llegó el día de hacerlo. Casi sin planearlo una noche de Netflix Nando fue el que sin previo aviso apagó la televisión para lanzarse sobre mí en el sofá y preguntarme si me apetecía. Me volví loca y le dejé hacer, que al fin y al cabo él era el que sabía de todo aquello. Fue casi cuestión de segundos, me desnudé por completo, abrí mis piernas y sentí que Nando me penetraba rápidamente, entrando y saliendo sin dejarme ni siquiera darme cuenta de lo que estaba pasando. En menos de un minuto él había alcanzado el clímax y yo todavía me estaba preparando para la fiesta.

Pensé que seguramente el haber estado tanto tiempo esperando podría ser el culpable de aquel polvo conejero con cero sustancia. Pero es que después de aquella primera vez, llegaron una decena más, y cada una de ellas igual a la anterior. Daba igual que yo intentara poner de mi parte para llevar las riendas o que le pidiera a Nando que fuera un poco más lento o que intentase disfrutar de unos preliminares en condiciones. Él siempre iba a lo que iba, en cuanto sentía mi vagina húmeda se ponía al tema como un taladro que necesita hacer un agujero rápidamente.

Estuvimos medio año casados, nos acostamos muchas, muchas veces, y no tuve ni un solo orgasmo con Nando jamás. Aquello me llevó a plantearme muchas cosas con él, ya que lo intentaba hablar y él llegaba a decirme que si no lo disfrutaba era mi culpa, no la suya. ¿Dónde estaba aquel chico comprensivo y respetuoso con el que me había casado? El sexo para Nando era egoísta, machista y nada placentero. Le daba igual que yo me currara una escena tórrida con un picardías o algún juguete sexual, para él hacer el amor conmigo era bajarse los pantalones y penetrarme en cualquier lugar de la casa.

Terminamos divorciándonos, porque aquel detalle nos llevó a un bucle infinito de reproches y discusiones por absolutamente todo. Cuando empezaron las faltas de respeto decidí que era el momento de terminar, era evidente que aquello no tenía ningún sentido y no estaba dispuesta a pasar el resto de mi vida con una persona que creía que su mujer era una pirada sin dos dedos de frente.

No he vuelto a acostarme con nadie desde el último polvo que eché con Nando. No sé ya lo que quiero, si tengo todavía la esperanza de dar con alguien que sepa entenderme o si el problema realmente lo tengo yo. Me daré mi tiempo para todo esto, aunque empiezo a tener claro que no he tomado las mejores decisiones.

Fotografía de portada

Anónimo

 

Envía tus vivencias a [email protected]