Nunca me han gustado los tacones. Ojo, me parece perfecto que haya chicas (o chicos, porque la ropa no tiene género) que disfrutan subiéndose a estos andamios en miniatura, pero a mí me resulta imposible.

Os juro que lo he intentado. En mi graduación me puse unos zapatos de tacón y al día siguiente no podía ni andar. Tuve que volver a casa descalza porque mis pies estaban llenos de rozaduras y el dolor era real. Pensé que la culpa era del zapato en sí, que era de mala calidad, pero no. Cuando tuve la boda de mi hermana lo intenté también, pero esta vez me compré unos tacones de buena calidad. El resultado fue el mismo. Acabé asumiendo que los zapatos con tacón, plataforma o cualquier elevación no eran para mí.

Desde que no me pongo tacones soy feliz. En bodas, bautizos y fiestas sigo yendo divina de la muerte, aunque escoja zapatos planos.

La cuestión es que me caso. Mi novio ha hincado rodilla. Ha sido todo un poco paripé, porque llevábamos hablando de casarnos meses. De todos modos, me ha hecho mucha ilusión y aunque para muchas sea caótico, organizar la boda también me está pareciendo precioso. El vestido, las flores, las invitaciones, el menú, la tarta, los regalos de invitados… Cada pequeño detalle me emociona, o eso pensaba hasta que tuve que elegir los zapatos.

Ya tenía el vestido perfecto encargado y ahora tocaba probarme algún zapato mono, así que llamé a mi hermana y a mi mejor amiga y empezamos a patear cada tienda de la ciudad. No me quería gastar un pastizal en esto porque el vestido es largo y no se van a ver los zapatos, así que me conformaba con algo bonito, barato y cómodo.

Tras un par de tiendas encontré los elegidos, unas sandalias en beige preciosas y con las que me sentía como si caminase con zapatillas de andar por casa. Mi hermana me hizo una foto y se la pasó a mi madre, que en menos de dos minutos ya estaba llamándome por teléfono.

“No. Eso no. En tu boda tienes que llevar tacones.”

Whaaaaaaaat? Mira, mamá, yo te quiero mucho, de verdad que sí. Me has parido, me has criado y me has comprado tampones durante toda mi adolescencia, con el pastizal que eso supone. Has estado a mi lado cuando me han partido el corazón y me has dado los mejores consejos cuando he tenido problemas de amores. Gracias a ti pude estudiar fuera de nuestra ciudad y nunca me ha faltado de nada. De verdad, te quiero con locura, pero por esto no paso.

Me voy a poner zapatos planos en mi boda aunque le moleste a mi madre, a la reina Letizia o al papa Francisco. Como si resucita el mismísimo Freddy Mercury que es Dios para mí y me dice “tía, ponte tacones”. Me la sudaría, porque el día de mi boda no quiero sufrir.

Seré una novia feliz, una novia despeinada, una novia con el maquillaje corrido de tanto llorar y besar. Jugaré al pilla pilla con mi sobrino, bailaré con mi suegro y haré una conga con todos mis amigos. Pasearé por cada mesa preguntando a la gente si la comida está rica y no pararé quieta. Sé que si llevo tacones acabaré sufriendo y todo para qué, si no se van a ver.

Estoy harta del tópico de “en las bodas hay que hacer esto obligatoriamente”. No, en las bodas hay que hacer lo que te salga a ti del higo y lo que le salga a tu novio del rabo, punto final.

Ponte tacones si quieres o zapatillas si es lo que te va. Contrata a un maquillador y peluquero si te apetece, o apáñate tú si te sientes más a gusto. Haz lo que te haga feliz, ni más ni menos.

 

SSF

Envíanos tus textos a [email protected]