Mi vida este último año ha sido un absoluto desastre. Llevaba casada con mi ex-marido cuatro años, lo pillé follando en mi cama con la que creía que era mi mejor amiga, me intenté suicidar y la vida no me dejó morirme, asumo que será porque aún me quedaban muchas cosas que hacer en esta tierra.

El divorcio con mi marido no fue nada fácil, me quedé sin trabajo porque era incapaz de ser eficiente, me quedé sin ingresos para poder pagar la hipoteca, me quedé sin marido y me quedé sin mi único apoyo en la ciudad en la que vivía. Me quedé sin fuerzas, sin alma, sin vida. No le veía sentido a absolutamente nada, no tenía nada por lo que mereciera la pena luchar, no tenía nada por lo que mereciera la pena vivir. Así que intenté acabar conmigo misma, a base de pastillas. Leí en internet que era de las muertes menos dolorosas. Pero ni eso me salió bien, nunca recibo visitas, pero justo ese día la portera de mi edificio decidió que tenía que venir a traerme una sopa porque últimamente no tenía buena cara. No le abrí y ella sabía que yo no había salido porque nos tiene a todo el edificio controlados, llamó a la policía, tiraron la puerta abajo porque se inventó no sé de qué de que estaba en el baño encerrada y le había pedido ayuda a ella, me encontraron en coma en mi cama, llamaron a una ambulancia y me salvaron.

Bendita vecina y benditas sean las corazonadas sin sentido alguno.

Volví a casa de mis padres, prácticamente me obligaron a hacerlo. Vinieron a mi ciudad, vendimos el pisito de mis sueños y nos fuimos los tres de vuelta a casa. Casa, qué bonito nombre.

Mi señora madre contrató a una psicóloga para que me ayudara, porque había oído en Sálvame que los psicólogos no son nada malo y que lo único que hacen es ayudarte a gestionar tus problemas y que como yo no dejaba que ella me ayudara, pues por lo menos que lo intentara una profesional.

No dio resultado. Es que no sé cómo hablar de mí en esos meses, era una amalgama de grises, de dolor, de falta de ganas. Ni psicóloga, ni cocidos de mi madre, ni paseos por la sierra. Nada me curaba. Hasta que llegó él. Él, su sotana y su paciencia.

Era el cura del pueblo, muy joven y adorado por todos los viejos. No soy creyente, nunca lo he sido y no creo que jamás pueda llegar a creer, pero qué bonita me parece la religión y sus ganas de enseñarte que la vida merece la pena, que estamos aquí de paso y que hay un más allá en el que seremos felices. Qué bonito sería creer en todo eso.

Pues mi madre llamó al sacerdote, le contó toda mi vida con pelos y señales, le habló de mí, de mi marido, de mi amiga y de mi suicidio, que un poco más y hasta le dice mi grupo sanguíneo. Bueno, fuera lo que fuera que hablaron funcionó, él funcionó.

Se dedicaba a venir a mi casa y a hablar, durante horas y horas. De sus viajes por países del tercer mundo, del voluntariado, de ayudar a los demás, de querer sin esperar nada a cambio, de amar al prójimo como a uno mismo, de lo importante que era quererse bien a uno mismo… Mirad, no sé. Yo no hablaba, os lo prometo, no decía ni media palabra. Todo lo que hacía era llorar cuando me emocionaba y reír cuando me divertía… Y así, sin más, poco a poco volví a ser yo.

No sé cómo me convencía de que hacía bueno fuera y que el monólogo que tenía por delante ese día me lo tenía que explicar viendo un atardecer o en un banco de su iglesia o en la plaza del pueblo tomando una cerveza. Empecé a salir de casa, a dejar que el sol me entrara por la piel, a ver amaneceres, a subir montañas, empecé hasta a escuchar misa, yo la atea loca de la familia.

Estoy enamorada de él, de cómo vive, de cómo se entrega, de cómo habla, de cómo se expresa, de cómo quiere a los demás, de cómo se quiere a sí mismo. Sé que nunca vamos a estar juntos, tampoco aspiro a ello. Lo deseo de manera sexual, pero no como un mar bravío, si no más bien como se ama a una playa en calma. Me gustaría besarle, abrazarle, desnudarle y descubrirle, pero sé que eso no va a pasar jamás y no me importa. No me importa absolutamente nada. Con tenerle cerca y saber que existe soy más que feliz.

De hecho, si me paro a pensarlo hasta me gusta que sea así, que haya límites, que tengamos fronteras, que haya cosas que nunca vayamos a vivir y que nunca podré dejar de imaginar. No me podrá hacer daño, al menos no como mi ex marido.

Me he planteado quedarme embarazada, ir a un banco de semen e inseminarme. Criar a un bebé con mis padres, trabajar en la tienda de zapatos de mi calle y seguir paseando con el cura, cada semana. Ir a escuchar misa solo para escucharle a él, aunque no me crea nada de lo que dice sobre su iglesia, pero sí sobre Jesús, ese tío fue un muy buen hombre. Me gusta.

Estoy escribiendo esto como si fuera un diario, espero no haberos aburrido, necesitaba contárselo a alguien.

 

Anónimo

Escrito por una colaboradora basado en la historia real de una lectora.

 

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