Las Musas tienen caminos inexcrutables e imprevisibles para manifestarse. Desde niña he tenido a las actrices de Hollywood y cantantes de la era dorada como verdaderas divinidades que deberían presidir las procesiones de Semana Santa y los altares de todas las iglesias: la Garbo y su frío magnetismo, el desgarro de Janis Joplin, Bette Davis y sus ojos cínicos, el divismo de Cher, el chorro de voz de Whitney o esa proyección de sofisticado control sobre todas las cosas que iluminaba la mirada de Lauren Bacall. Aretha era otra de ellas.

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Apodada la reina del Soul desde 1967, la hija del predicador Franklin gozaba de unas de las voces más dominantes y singulares que podía pasar de un ronroneo astuto y seductor a un rugido dominante. Era una de esas mezclas perfectas de Rhythm & Blues de lo sagrado y lo secular. Era una mujer dirigiendo una iglesia en medio de un club nocturno lleno de humo.

 

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Y aunque su época de apogeo quedó un par de décadas atrás, no paró de reinventarse. Los espectadores que se acercaron al Radio City Music Hall de Nueva York en 1998 no podían dar crédito a lo que estaban viendo. Aretha Franklin cantando «Nessun Dorma» en los Grammy, porque Luciano Pavarotti no había podido tocar. Ella dijo en declaraciones que lo había hecho porque el público esperaba oír «Nessun Dorma», pero me pregunto cuántos cantantes no operísticos le hubieran echado los ovarios de Aretha. O cantar en 2014 la versión soul de «rolling in the deep» de Adele.

Aretha nos enseñó lo que siente una «natural woman», el amor de la que reza «a little prayer for you» y sobre todo respeto. Porque ese himno tuyo, ya es para siempre nuestro. Y escuchando tus canciones, siempre visualizaré a aquella chica que soñó con tocar las estrellas y se convirtió en una. Larga vida a la reina del Soul.

 

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@LuciaLodermann

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