Este no es un artículo patrocinado por ninguna empresa que se dedique a la venta de mascarillas. Y aunque pueda parecerlo por su título, tampoco pretende —ni de coña— desaconsejar su uso.

De hecho, vengo a romper una lanza en su favor. ¿Qué quieren que les diga? A veces una se levanta en modo destroyer.

Aparte de lo evidente, como prevenir el contagio propio y ajeno; si algo tiene de positivo el uso de este nuevo complemento, es el fresco soplo de anonimato que le acompaña. Que sí, que te suda el bigote, se te jode el pintalabios y las gafas se llenan de un vaho insoportable, pero, con todo… te aíslan un poco del mundo. O, si eres tan despistada como una servidora, te alejan mogollón.

Hay mucha gente que no me reconoce con la mascarilla puesta.

Hay mucha gente a la que yo no reconozco con la mascarilla puesta.

Hay una cantidad más grande de gente a la que finjo no reconocer con la mascarilla puesta.

Como excusa, es la leche. Una maravilla.

¿Que no quieres saludar? “Ay mira, es que llevo las gafas empañadas y apenas veo”. ¿Que te quieres hacer la loca? “Chica, es que no me parecías tú y ante la duda…” y así, todas las que quieras. Otro pro en la ya interminable lista del uso de la mascarilla.

Póntela. Pónsela. Cojones, no seas cenutrio. Por favor y gracias.

Irónicamente, ir más cubiertos, nos ha hecho no solo pasar un poco más desapercibidos, cosa que tiene su cierta lógica, sino, además, un poquito más libres. Temas como los ya mencionados, esa dualidad que nos permite enmascarar simpatías—vaya juego de palabras guapo, ¿eh? Día destroyer e inspirado. Estoy que lo peto. — ocultar sentimientos o evitar confrontaciones. Nos facilitan ir por la calle un poco más relajados, y eso, teniendo en cuenta las circunstancias reales que todos atravesamos, es muy de agradecer.

¿Todavía no estás del todo convencido? No pasa nada.

Procedo a desarrollar la idea.

Sea verdad que eres despistado o no, que reconoces a la gente o no; es inamovible que llevar la cara cubierta, las gafas de vista o de sol, mirar el móvil, sostener la bolsa de la compra, echarte el gel, ponerte los guantes y aguantar la cartera para pagar con tarjeta; todo a la vez —es el Grand Prix, es el Grand Prix, el programa del abuelo y del niño…—resulta todo un reto y te exime de andar fijándote con quién te cruzas. Por eso hay que reconocer que todo este nuevo sistema nos ha dotado de la clave para ser un poco más nosotros mismos.

Más sinceros y honestos. Más desapegados socialmente. Más bordes y huraños. Menos pretenciosos o postureadores.

Vamos, que es una gozada no tener que pararte veinte minutos a dar charla a ese tipo de conocidos que creen que bajar a por el pan y los embutidos debe incluir conversación porque sino el recado carece de sentido. Librarte de que te fuercen a dar dos besos a la ahijada de tu abuela que es prima segunda por matrimonio de tu tía, la hermana de tu padre; porque no hacerlo sería súper borde. Escapar de los que, para decir hola y adiós, tienen que agarrarte del brazo. De los que escupen después de carraspear. De quien saluda y si contestas demasiado bajo, se te paran en medio de la calzada y te tratan de maleducada para arriba en dolby surround.

Real. Me ha pasado. Y juro ante los cuatro fundadores de Hogwarts que yo di las buenas horas como está mandado.

Llegados a este punto, no puedo evitar preguntarme; ¿será posible que llevar media cara cubierta pueda hacer que nos sintamos más a cara descubierta que nunca? Mi respuesta es clara: hell yes.

Puedes poner todo tu ceño y llevar por bandera tu mala leche mañanera sin que apenas se note. No pintarte. Ni hacerte el bigote. Apretar los dientes o maldecir por lo bajo. Puedes sonreír de forma lasciva recordando algo obsceno sin que nadie más se percate, guardándolo solo para ti. Relamerte los restos de algo que hayas sin disimular. Repasarte los dientes… porque los pa’luegos, no son precisamente los padres. Puedes reservar tus gestos faciales y no verte socialmente obligado a compartirlos; o puedes mostrar esa expresión de oler mierda —con la razón que quieras darle—, sin verse forzada a esconderla.

Porque seamos sinceros, en una sociedad donde preferimos comernos el helado derretido que perdernos de hacer la publicación perfecta; ir a cara descubierta tiene muchas implicaciones… algunas de las cuales son muy jodidas de asumir. Llevar la mascarilla nos inmuniza, en más de un sentido, de dar explicaciones y cumplir expectativas que nunca fueron nuestras. Hace que nos veamos libres de enseñar la cara que se supone que deberíamos mostrar. Porque alguien que nos importa menos que nada, así lo estableció en algún momento y lugar que desconocemos.

Somos libres de enseñar el verdadero yo, ese que no siempre queda bien en las fotos, no lleva el corrector puesto, ni el delineador apropiado. El que no se ha hecho la cera, ni una limpieza de cutis. El que a veces no sonríe. El que no está de humor para pretender que andar por la calle asumiendo el día a día es muy distinto del panel principal de Instagram.

¿Y saben qué? Que está bien. Y dentro de lo constreñidos que parecemos sentirnos, a mí me resulta un canto a la libertad. Un grito a… hoy no quiero hacer lo que se espera de mí; y no pasa nada.

Manda huevos que haya tenido que venir una situación como esta, que fuerza a las personas a tener cubierto medio rostro, para que podamos sentirnos; quizá por primera vez en mucho tiempo, a cara descubierta.

Romina Naranjo