‘En la profundidad del invierno, finalmente aprendí que hay en mí un verano invencible.’ Albert Camus.

 

La semana pasada,  para despedir el verano y siguiendo con nuestros buenos propósitos de principio de la temporada, mi chico y yo cogimos las cámaras de fotos  y  nos fuimos con nuestros perros a pasar un par de horas a Montserrat.

Os cuento que soy gorda, de las de metro setenta y 80 kilos de peso. Como he visto que mis curvas no son mi problema, sino la actitud que tenía hacia ellas (y que con 28 años no se puede una ahogar subiendo los tres pisos de escaleras de casa) comencé a hacer ejercicio hace dos meses. Tan contenta. Así que soy parte de las miles de almas perdidas que conformamos el grupo social conocido como ‘runners’. O como diría Ana Morgade los que vamos ‘un poquillo más rápido que el resto’. Así que, después de estos dos meses corriendo ya hasta 5 kms del tirón, pensaba que estaba en suficiente forma física como para subirme Montserrat, el Everest o los macizos lunares si hiciera falta. Por supuesto, huelga decir que mi pareja sí está en forma, haciendo gala de la facilidad un tanto odiosa que tiene la mayoría de gente que conozco para hacer deporte como si nada. Él juega al fútbol y hace crossfit, que es ese deporte que hacen los marines americanos para acabar con la población normal de sofá y cerveza. La guerra al michelín en el sentido más literal.

 

Como me imagino una clase de Crossfit
Cómo me imagino una clase de Crossfit

El caso es que no habíamos subido ni dos cuestas de esas en las que la mochila te tira un poco para atrás, y yo ya estaba sudando como si llevara tres días andando por el desierto del Gobi. Me agobiaba pensar en todo lo que nos quedaba por subir y veía a mi perra, que tiene nueve años y un linfoma (creo que mi malhumor también se debe a esto), subir con más alegría y despreocupación que yo. ¡Iba tan feliz la tía!

Como mi chico tiene más empatía que todos los voluntarios de Cáritas juntos, en un solo vistazo a mi cara que estaba roja como una remolacha, ya sabía que algo no iba bien.

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Animándome, porque él es así de lindo siempre, intenta que disfrute de la experiencia. Tras mi ristra de monosílabos ocurrentes ‘sí’ ‘ajám’ y  los ‘no lo sé, Rubén, no lo sé’, ya me mira y me dice: ‘venga, Paula, hay que tener actitud de montaña’. En ese momento, en el que estás cabreada con el mundo porque estás muertecita de calor y con una mala leche vegetal del 15, le preguntas, haciendo acopio de toda la educación que te queda en ese momento (¡qué coño! que se note el colegio de pago): ‘¿y qué es eso de actitud de montaña’. Y me suelta tan ufano él, ‘pues actitud positiva, ¿qué va a ser?’, y se queda tan ancho mientras sigue subiendo.

 

Así me sentí con esa respuesta
Así me sentí con esa respuesta

Así que ahí estábamos: él que tiene asma, su perro que tiene leishmania, la mía que tiene un cáncer y yo, que soy la única que no tiene nada ‘crónico’, más que mis lorzas que me acompañan desde el 86, subiendo la montaña. Los tres iban contentos, sobre todo los perros, que les das una montaña llena de cacas y son la gente más feliz sobre la tierra. Todos ellos con diferente actitud a la mía. Actitud ‘de montaña’. Esa que te hace disfrutar de cada paso como si fuera el último. Respirando y concentrándote en el camino que vas a seguir. Llenándote los pulmones de aire del bueno, un aire estrella Michelín.  Y así, sin más, utilizando la rabia que me daba creer que no iba a poder para dejar de pensar en negativo, empecé a sentir y a disfrutar como ellos también.  Incluso a la vuelta, iba dando saltitos de alegría, haciendo caso del truco que me explicó Rubén para las bajadas y pensando que en una sola mañana me he ahorrado no-sé-cuántos-euros del mejor curso de coaching sobre actitud. Hoy, utilizando la montaña como mi metáfora particular, he recordado que en el cáncer, como en la vida, no te queda otra que echarle ganas, por muy jodido que sea.

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Cualquiera que viváis con un perro, o cualquier otro animal, sabéis que ellos saben disfrutar de la vida mucho más y mejor que nosotras. Da igual que estén enfermos o hayan nacido sin una pierna.  Esa filosofía del ‘carpe diem’ o el ‘mindfulness’ que tanto están de moda, no la hemos inventado los humanos, se la hemos copiado a los animales. Vivir intensamente, apretar dientes, tener la autoestima por las nubes, disfrutar más y quejarse menos, todo esto es más animal que humano. En mi familia, que es mi manada, empieza a ser todo maravillosamente animal. Empezaremos por la montaña, como las cabras.