“No puedes estar así”, “¿Otra vez llorando?”, “pero, ¿ahora qué te pasa?”, “Lo que tienes que hacer es distraerte”, “¿No vas a salir? Qué aburrida”, “No necesitas ninguna terapia, mañana será otro día”, “20 años y ya tomando pastillas”... Pues sí. Después de cinco años con periodos de ansiedad y depresión (derivada de la ansiedad), he sido consciente de lo agotador que es tener esas voces expertas y empáticas que aparecen cuando te abres al mundo y decides contar lo que te pasa.

Es verano. 2012. Acabo de terminar segundo de carrera y, por primera vez, siento que no me apetece salir más, ni ver series, ni escuchar música, ni leer, ni quedar con mis amigos, ni ver a mi familia, ni levantarme de la cama. La desidia, la inseguridad, la culpa y el pánico llegan  en la que tiene que ser la época más feliz y aventurera de mi vida. Me toca enfrentarme a dos grandes retos: a mi misma y a mi entorno.

Tengo veinte años y toda la vida por delante. Acabo de encauzar mi futuro. Estudio lo que siempre he querido, vivo en una ciudad nueva, conozco a personas increíbles con las que comparto momentos que nunca olvidaré. De repente, un día me siento mal. “Mañana se me pasará”, pienso. Me despierto en mitad de la noche y el insomnio se apodera de mí. La historia se repite cada día y empiezo a fingir que todo va bien, pero me siento marchitar por dentro. Y lloro mucho, cuando estoy sola. Un día ya no puedo aguantar y las lágrimas salen delante de mi amiga.

“ – ¿Qué te pasa?

  • No lo sé.
  • Algo te pasará…”

Me doy cuenta de que no soy capaz de encontrar una respuesta lógica y la confusión me hace restarle importancia y despreocupar a los que me quieren. Llega la culpa. Soy rara. No me entiendo. ¿Qué he hecho mal? Con los problemas que hay en el mundo y yo aquí llorando por nada.  El dolor no se va y te sientes perdida. Sin embargo, tras el autoconvencimiento fallido, el dolor sigue ahí. “Tienes todo para ser feliz”, dicen las voces. Porque tengo veinte años y debería estar contenta y querer hacer todas las cosas que hacen las personas de veinte años. Pero no, no tengo fuerza ni para hablar y es lo único que necesito.

Pasan semanas de bloqueo, de voces en la cabeza, vómitos, noches sin dormir, ahogo, sudores, dolores de cabeza, nudos constantes en el estómago y la garganta, cansancio. Llega un momento que dejo de oír las voces que alimentan la culpa y me permito nadar en mi mierda y descubrir cada rincón de mi mente y mi corazón. Y, por primera vez en meses, firmo una tregua conmigo misma y me permito estar mal. Me dejo llevar por los momentos de oscuridad, pero la lucidez llega en pequeñas dosis. En una de esas, me doy cuenta de que necesito ayuda, pero no de quien yo pensaba. Claro que necesito que mi familia y amigos estén a mi lado, me escuche, me cuiden… Pero ahora no pueden ayudarme. Entonces, me encuentro desmontando prejuicios mientras cruzo la puerta de la consulta de una psicóloga y, por primera vez en meses, me siento valiente. Lo soy.

No sabía muy bien como enfocar este tema, pero he decidido hacerlo desde mi experiencia personal. Recuerdo la primera vez que sentí la ansiedad invadir mi pecho y, día a día, mi cuerpo entero. Como una enredadera, se fue apoderando de todo hasta hacerme sentir que no quedaba nada de mi yo anterior. Nunca fui la misma, realmente. En esos momentos me habría gustado sentirme identificada con alguien que estuviese en mi misma situación y no sentirme un bicho raro. Que me dijese que no pasaba nada por sentirme así siendo joven. Que me abrazase con sus palabras y me diese esperanza desde la comprensión. Quizá esto es un intento de que si tú te encuentras en esta situación, encuentres consuelo en estas palabras y sepas que NO ESTÁS SOLA, que con ayuda de profesionales llegará un día que esta etapa será una nube negra en tu historia y la culpa se irá.

@AnitaBim