Hoy les quiero hablar un poco de mi vida.

Ya sé que a nadie le interesa mi vida, y muchas veces me ha repetido mi madre que no es de buena educación ir contando mis problemas personales por ahí. Pero oye, a veces hace falta. Y no solo hace falta, sino que, además, tus problemas pueden ayudar a otras personas a solucionar problemas parecidos. Y ayudar siempre es bien.

Así que sí, hoy les voy a hablar de mi vida.

Resulta que, por suerte o por desgracia, he nacido en una familia de gordos. Todos en mi familia tenemos sobrepeso en mayor o menor medida. Algunos, incluso, sufren obesidad declarada. Casi todos hemos pasado alguna vez por un dietista/nutricionista y ese tipo de médicos e incluso algunos han llegado a pasar por el quirófano para quitarse grasas; todos hemos hecho y rehecho dieta tras dieta tras dieta; todos nos hartamos a hacer deporte y nos obligamos a vivir de forma sana. Y aún así, somos gordos. Y eso, queridos míos, es un coñazo. Es un coñazo porque, cuando eres gordo y todos los que te rodean son gordos, el ser gordo es de lo único de lo que se habla. Gordo, gordo, gordo. Gorda, gorda, gorda. ‘Ya he vuelto a engordar’. ‘Mañana tengo que ir al médico para que me renueve la dieta’. ‘Me apetece tantísimo comerme un trocito de tarta de chocolate… ¡pero no puedo permitírmelo!’. Y ya no solo nos torturamos a nosotros mismos o entre nosotros por el hecho de pesar demasiado sino que, por si fuera poco, nos encanta fijarnos en el peso de los demás. ‘Fulanita ha engordado un montón desde la última vez que la vi’. ‘¿Has visto que gordo ese que va por ahí? ¡Luego me quejo!’

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Por suerte (o por desgracia) yo no vivo esta situación de lleno: aunque tengo sobrepeso y lo sufro día tras día con todas sus consecuencias, vivo a kilómetros de distancia del lugar en el que nací y, por tanto, vivo a kilómetros de distancia de mi familia y de todos sus sin vivires relacionados con la gordura. Digamos que, gracias a esa distancia, me olvido un poco del problema la mayor parte del año. Y olvidarme de ese problema, o no vivirlo tan de cerca, es para mí una auténtica alegría: a veces, casi llego a olvidarme de que yo también tengo sobrepeso y me limito a vivir feliz, a disfrutar de mis amigos, de mi pareja, de mis hobbies… Mis preocupaciones en este caso se limitan a levantarme de la cama cada día con ánimo para afrontar un nuevo día, a que tengo que poner una lavadora o a controlar el dinero que me queda para sobrevivir al mes.

Es por eso que mis visitas familiares anuales se convierten en una auténtica tortura. Antes, durante y después. El mes antes de llegar a casa mamá ya empieza a preguntarme qué día llego, si tengo ganas de verles y, por su puesto, si he engordado más o no. El día que llego al aeropuerto el primer comentario es un bonito ‘oye, pues si que has engordado unos kilitos’ y las primeras visitas familiares a mis tías están llenas de observaciones del estilo. Siempre intento mentalizarme y pensar que será cosa de una semana, que luego todo se tranquilizará y que no tendré que soportar esa tortura durante mucho tiempo más. Sin embargo, siempre me equivoco: cuando comemos en casa (menuses totalmente formados por verduras, frutas, cositas a la plancha y poco más) y decido repetir y ponerme algo en el plato de nuevo las miradas me abrasan la piel. Los ‘joder, qué bien te alimentas’ se repiten y van de boca en boca entre mis padres y mis hermanos. Si un día decido darme un capricho y comerme un heladito en la playa, de nuevo, mueven la cabeza de forma negativa mientras me miran de reojo.

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Así que ya se pueden imaginar lo tremendamente tóxico que es para mí volver a casa, volver a vivir con una familia en la que de lo único que se habla las veinticuatro horas del día es de lo gordos que estamos y de los kilos que nos faltan por bajar para estar perfectos. Mientras vivo lejos mi autoestima y lo mucho que he aprendido a quererme con el paso de los años tienen mucha más importancia que los kilos que sé que me sobran; allí tengo un novio genial que me adora tal y como soy, tengo la seguridad de que mi alimentación es sana y mi vida es de todo menos sedentaria. Sin embargo, al volver a casa todo lo anterior se pone en duda. Los ‘me lo estoy creyendo demasiado’ se agolpan en mi cabeza día tras día, hasta que llego al punto en el que me miro al mismo espejo al que me miraba cuando era una adolescente y termino llorando por las mismas cosas por las que lloraba entonces: ‘soy horrible, cómo es posible que haya llegado a quererme a mí misma con estas lorzas que me gasto’.

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Tal vez mi familia nunca llegue a leer esto. Tal vez (y muy probablemente) mi historia se termine perdiendo con el tiempo y tal vez yo misma termine olvidando esta etapa de mi vida. La cuestión es que ahora tengo que aprender a superarla, tengo que aprender a seleccionar qué consejos y comentarios ajenos me quedo y cuales tiro a la basura. Es duro porque es mi familia, pero a veces tengo que ignorarles y pensar que mi vida ha dado un paso; y tengo que aprovechar haber dado ese paso de gigante para ayudarles a ellos a que, al menos, sean capaces de levantar el pie para empezar a andar.

Autor: anónimo