Recuerdo una época en la que las niñas de 15 años soñábamos con desfilar por la pasarela de Victoria Secret, salir en las portadas del Cosmopolitan, convertirnos en cantantes famosas a lo Britney o Cristina Aguilera. Caminar por la gran manzana de Nueva York como esa del perfume de la manzanita verde, que iba como quien camina hacia la parada de autobús, tomarnos nuestro cappuccino cerca del Coliseo de Roma como hacia la del anuncio de Nespresso, y no era que solamente lo anheláramos, es que lo veíamos posible, como si fuera en el ADN de cualquiera que se propusiera brillar de esa forma. Como si verlo cada día en las chicas que no dejaban de protagonizar la publicidad que veíamos en Antena tres o los reportajes de la Súper pop lo hiciera más familiar y tangible. ¿Cuan ingenuas no?

A pesar de que, como cualquier propósito, este también conllevaba esfuerzos, nadie en su sano juicio con esa edad y viniendo de una familia humilde y que nada supiera de estas altas esferas, imaginaría lo horrible que es llegar a este mundo, moverse en él y sobrevivir al mismo. Así que imaginad mi horror cuando llegue a mi primera sesión de fotos con 15 añitos metro setenta, una 36 de pantalón y nada de pecho y me dijeron a boca llena que no cumplía con el perfil, que mi talla era demasiado alta como para aceptarme en su agencia y que volviera cuando no pasara de los 50 kilos. Nadie imaginaba en esa época que cuando veían esos anuncios tan monos de tías en biquinis en playas caribeñas las muchachas se pasaran los días a base de agua y manzana, nada de cocktails en hamaca y festines de comida. Y es que por mucho que acompañe la constitución, que en mi caso corría con esa suerte, una podías irse olvidando de cualquier dulce, comida grasienta o a la sartén y refresco fresquito que le apeteciera si quería moverse en este mundillo. Porque a pesar de tener una 36, medir más de uno setenta y rondar los 55 kilos, una tenía que dejar de alimentarse como cualquier adolescente en pleno crecimiento, a partir de ahora eres un pato y los patos solo comen algas, plantas y semillas…

Así que allí me encontré durante varios años, en el dilema de querer, poder y comer. Si quería entrar en una agencia grande (que no decente) de modelos debía aprender a restringir mi ingesta de comidas «no saludables» (cualquier cosa que no fuera verde o transparente). Para poder hacer esto debía luchar contra todo lo que me rodeaba, es decir: adiós a salir con mis amigas por ahí a tomarnos cualquier cosa, desde un helado hasta un menú de comida rápida, pasando por las bebidas alcohólicas cualquier fin de fiesta. Se acabarían los bocadillos del recreo de chorizo y queso, la manzana debía ser mi mejor compi de pupitre para esas tediosas casi 8 horas de clase. Y ya podía ir mi madre cambian todos los menús diarios de comidas o dedicarme uno especial para que la niña cumpliera su sueño de convertirse en modelo y desfilar por las pasarelas. ¿Y qué hice en mi último dilema? os preguntareis, comer lo que me saliera de los cojones o no comerlo, he ahí la cuestión. Pues la verdad, mi madurez prematura y mi gula pudieron conmigo, no estaba dispuesta a pasar hambre ni ganas de comer. No quiero imaginarme cómo habría acabado si me hubiera tomado en serio la tabla de dietas que la agencia me propuso en su momento.

Así que con los años me fui estirando cual jirafa y los kilos «sobrantes» se recolocaron en mi nuevo cuerpo. Fue entonces cuando conseguí entrar en los parámetros anteriormente establecidos sin mucho esfuerzo y las agencias empezaron a pararme por la calle para que me uniera a sus equipos de maniquíes andantes. Si os digo la verdad, una se siente halagada cuando algo en lo que un principio te habían rechazado vuelve a buscarte sin tu acudir a ellos. Sin embargo y por mucho agasajo que me brindaran denegué cada propuesta, los años junto a las experiencias en alguna que otra pasarela (en la que desfilé gratuitamente ya que no tenía el tipo de una modelo pagable) y muchas chicas que si vivían en ese mundillo con las que había tenido la oportunidad  de hablar, me habían terminado de abrir los ojos sobre el tipo de negocio que esconde este ambiente.

Había tomado mi decisión, no me dedicaría a ello, lo tuve claro durante muchos años, hasta que me propusieron presentarme a un concurso de belleza bastante conocido en la ciudad de dónde vengo. Aún teniendo claro que no me escogerían, no solo pasé el casting sino que además lo gane. Y para ser sincera, aparte de las sesiones de fotos que me ahorré en pagar de mi bolsillo y alguna que otra entrevista televisiva que solo vio mi madre y mi abuela, mi vida no cambió demasiado. Al final y después de un largo año me desmarqué de este círculo y de él solo saqué algunas cosas en claro: me dedicaría al mundillo, sí, pero desde la zona que se encontraba más alejada de los focos. El marketing, la representación de personajes públicos y sobre todo la escritura se volvieron mi motivación a futuro. Finalmente conseguí pertenecer a mi agencia soñada, basada en la belleza natural de las modelos, nada de retoques ni tallas, ni mucho menos amargamientos sobre qué comía y qué no. Y claro que seguiré posando con mucho gusto delante de la cámara cuando se presente una oportunidad que valga la pena. Aceptaré cualquier trabajo que crea que me ayude a crecer como mujer y persona, siempre y cuando este no haga que me sienta mal ni conmigo, ni con mi cuerpo, ni con mi querida talla 36, 38, 40 o la que sea.