No sé muy bien qué pretendo conseguir escribiendo esto, pero supongo que ayudar a alguien que se encuentre (o alguna vez se pueda llegar a encontrar) en una situación parecida a la mía.

Yo tenía al novio perfecto. Salvo por aquello de que al final no resultó ser tan perfecto.

Nos conocimos en la universidad y al parecer yo le molé prácticamente desde el primer día que me escuchó hablar, yo jamás había reparado en él.

Con el tiempo me dijo que le alucinaba mi seguridad, mi fuerza, mis ganas y que desde que me vio defender Gandía Shore con un Power Point para la clase de Sociología (así soy yo) tuvo claro que era la mujer de su vida.

Yo nunca he sido la mujer de la vida de nadie, nunca había conocido a un chico que le gustase todo lo que soy. Podía ver en sus ojos que le encantaba como era por dentro y jamás pude denotar (a pesar de mirar con lupa) que algo de lo que tengo por fuera le causase la menor molestia.

Nos conocimos en primero de carrera y no fue capaz de demostrarme que existía hasta mitad de segundo, yo sabía que el chaval iba a mi clase, pero poco más.

Llegó en un momento de esos que tenemos en la vida en los que estás desesperada por conocer a alguien, de esos en los que tienes ganas de sentir. Sentir, sin más, sin apellidos. Quieres vivir cosas, lo que sea, pero vivir. Pues ahí estaba yo, a corazón abierto cuando él llegó. 

Todo fue muy rápido y a la vez muy despacio. Nos conocimos en cafés del centro de Madrid, nos besábamos entre clase y clase, me dejaba su chaqueta para pasear por Fuencarral, me llevaba a cenar a italianos y siempre me decía que si me quedaba con hambre dejaría de hablarme.

Eso era todo lo que yo quería, todo lo que yo esperaba, todo lo que siempre había imaginado. Un novio en invierno por Madrid que me mirase lleno de amor.

Pero no, en el fondo yo sabía que no. Sabía que eso quedaba muy bien de puertas para afuera, pero hacia adentro… No podía evitar pensar que él me quería mucho más de lo que yo le quería a él. Me martilleaba ese pensamiento una y otra vez. Él me quería, yo me dejaba querer. Y perdonad a esta romántica empedernida, pero yo no me podía permitir algo así.

Como bien habréis notado poco tiene que ver el título con la historia que os estoy contando, pero bueno, digamos que todo lo que acabáis de leer no es más que para poneros en contexto.

En medio de toda esta vorágine de amor de película que me hacía sentirme fatal por no poder corresponderle como se merecía apareció un grave problema: el sexo. 

Era extraño, muy extraño. Desde el principio todo giraba en torno a mí. Él me tocaba, él me hacía, él me miraba, él se lo curraba. Yo solamente disfrutaba. Cierto es que yo era joven e inexperta (fan, como si ahora tuviera idea de algo), pero sabía que así no es como tenían que ir las cosas. No entendía por qué siempre él me hacía cosas a mí y nunca me dejaba que yo le hiciera cosas a él.

Él me había hecho de todo y yo ni si quiera le había rozado, no porque yo no quisiera, era él el que no me dejaba. Yo era virgen, él (supuestamente) no.

Llegó el puente de diciembre y estábamos los dos emocionadísimos porque mis compañeras de piso se iban y nos quedábamos los dos solos en casa. Estaba convencida y concienciada de que iba a pasar, me había propuesto que de ahí no pasaba, que por lo menos le tocaría.

Y así fue, le toqué. Me intentó frenar dos veces, una de ellas a golpe de ‘no, que sé cómo va a acabar esto’ y en mi cabeza solamente podía resonar un fuerte ‘solamente hay una manera de que acabe’. Me armé con el valor que no tenía y le metí mano. Nada. No pasaba absolutamente nada. Aquello no se inmutaba.

Os podéis hacer una idea de los miles de pensamientos envenenados que me asaltaron: no le gustas, cómo se le va a levantar siendo tú quién le toca, es que no le pones, pero quién te crees que eres y un largo e intenso etc.

Me culpé, automáticamente me culpé de ser la razón por la que no se le levantara. A pesar de haber estado dos meses recibiendo indirectas de que era eso lo que él temía que pasara, dos meses en los que solamente él era el que me tocaba a mí, dos meses en los que solamente disfrutaba yo.

Hablé con sexólogas, busqué en internet, investigué.

Daba igual, daba exactamente igual lo que leyera. La culpa era mía, porque yo no valía. 

Pasaron quince meses. Quince. Hasta que me atreví a llegar a la cama con otro chico. Quince meses en los que cada vez que besaba a alguien solamente podía pensar en que no se le iba a levantar.

Por favor, no dejéis jamás que los problemas de otras personas se conviertan en vuestros complejos, en vuestros traumas. No os echéis encima la culpa de algo que no es culpa vuestra, no os torturéis, no os pongáis más peso a las espaldas del que ya lleváis de por sí. 

El sexo es algo maravilloso, casi tanto como el amor en sí.

No permitáis que pensamientos tóxicos y venenosos os hagan creer lo contrario. Nunca.

Pd: lo dejamos al día siguiente y a día de hoy aún quedamos de vez en cuando para tomar un café. Espero de todo corazón que él haya solucionado su problema; yo puedo decir, bien orgullosa, que yo superé el mío.