Existen dos tipos de deseos: los que siempre has anhelado y has luchado por lograr y los que jamás hubieses pensado que querías, hasta que se te plantan delante y no sabes qué hacer con ellos.

Los primeros te colocan en una posición segura. Sabes desde hace mucho tiempo que quieres algo, tú has decidido que deseas aquello, sea lo que sea, y pones todos los medios a tu alcance de manera consciente. Tal vez por eso es más fácil enfrentarse a los tropezones, a los socavones que te entorpecen el camino hacia el objetivo, porque estás mentalizado, sabes que van a surgir inconvenientes pero tú estás decidido. Quieres esa casa, quieres ese trabajo, vas a por todas con tal de enamorar a esa persona, te has encaprichado de una falda o has tomado la determinación de correr una maratón. Tu objetivo puede variar de importancia, pero tanto si quieres conquistar el mundo como si quieres plantar semillas en una maceta, lo común es innegable: deseas algo.

Pero lo complicado llega cuando de repente te encuentras deseando algo que ni siquiera sabías que querías. Te golpea, de repente, por sorpresa, y te descoloca, como un vendaval. Tú no tenías ni la más remota pista pero se te ha colado en los pensamientos, se ha instaurado entre ceja y ceja y, amiga, no funciona igual que un deseo elegido. Este te ha elegido a ti, no tú a él. Ya no sabes cómo actuar, tu plan de acción se desmorona y la seguridad que puedes aplicar a otro tipo de acciones cuando lo tienes claro, se va al garete.

¿Querías una planta? Compraste la maceta, los materiales, las semillas, leíste sobre el tema, la plantaste y la cuidaste para verla crecer. Pero, ¿y si no tenías pista alguna de que la querías y un día el deseo se instaura en tu cabeza? Ni idea de por dónde empezar y las inseguridades consecuentes. “Yo no quería una planta y ahora que la quiero sé que no la voy a conseguir. Y si la consigo, se me va a morir”.

Porque no hay nada peor que esas cosas que tú ignorabas que podían pasar… hasta que no pasan, y te decepcionas. La charla entonces contigo misma en el espejo es antológica. Vivimos de dramas más que de respirar, y ese drama es importante, no lo puedes dejar pasar. Si yo estaba bien hasta que… y ahora no puedo sacármelo de la cabeza. Si yo no lo quería… ¿por qué ahora que no lo tengo, no puedo regodearme más en la miseria?

Sufrimos más por las cosas que no pasan que por las que pasan. Cosas que no contábamos con que sucediesen y que, cuando un día sin razón aparente las anhelamos, nos decepcionamos al comprobar que no llegan. Decepcionados por una llamada que ni pensabas que ibas a recibir, pero que no llega… Decepcionados por la ausencia de un “¡hasta mañana!” antes de salir por la puerta, decepcionados por una mirada que no te devuelven o la invitación a un café que se quedó en el aire y que nunca se ha llegado a materializar.

Decepcionados, más que con los demás, con nosotros mismos, por habernos dejado pillar por sorpresa por aquellos deseos que no sabíamos que queríamos, hasta que no los alcanzamos.