Hoy estábamos en clase y la maestra dijo algo a lo que toda mujer le tiene pánico;  «Me van a decir su edad, su estatura y su peso.»  

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Sobra decir que sentí que el salón se hizo microscópico, me empezaron a sudar las palmas de las manos y sentí un vértigo que solo sentí una vez cuando me fui de narices en el columpio, de niña. Y empezó la tortura inminente porque la vida y el destino me odian y porque en esa clase se me ocurrió que sería la mejor idea de todas sentarme la primera de la segunda fila.

Pensé en todas las maneras posibles de escaparme para que nadie escuchara las tan odiadas y estigmatizadas cifras que me envuelven. Porque seamos honestos, si no tienes un peso máximo de 10 kilos de más conforme a tu estatura, no te hace para nada gracia decir tu peso en voz alta. Entre amigas, no me supone ni pizca de vergüenza, porque son las amigas de toda la vida, con las que puedo comer lo que se me hinche en cantidades estúpidas y sé que no habrá represalias ni miradas acusadoras, pero no era el caso.

Estaba yo sola con 26 hombres y otras 3 mujeres que bien podrían ser modelos de Victoria Secret’s de lo delgadas que son, me sentí un animal acorralado, a punto de ser llevado al matadero mientras escuchaba las voces acercándose hasta mí.

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Y entonces sucedió, me distraje tanto que no me di cuenta que ya me tocaba y la maestra me miró expectante, y todo salió de mi boca en automático. «20 años, 1.56, 86 kilos.» Y eso fue todo, en todas las demás 29 libretas, en el renglón número 8 estaba uno de mis más grandes miedos, algo que me ha privado constantemente de muchísimas cosas. Y como si nada, siguieron anotando los datos de mis demás compañeros.

Nadie me volteó a ver, nadie hizo ningún comentario al respecto, nadie se sobresaltó al escuchar aquellas dos ultimas cifras y se sintió bien. Nadie me puso atención y siguieron anotando datos hasta que el último en el fondo del salón dijo los suyos y el único comentario que escuché fue el de mi mejor amigo, sentado a mi izquierda, que en voz alta solo dijo. «Diana es de las más grande en edad, pero de estatura es la más pequeña.» Y todo el salón comenzó a reír.

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No me sentí mal, porque de hecho, hace gracia y es verdad, me sentí bien, sentí completamente liberador decir mi peso en voz alta y no escuchar las mismas cosas de siempre «Pero con lo bonita que eres de la cara», «Yo no podría tirarme así al traste», «Quiérete un poco y ve al gym y haz dieta.»

Lo único que recibí fue una carcajada por ser «el taponcito» del salón, quizá incluso de la generación y  me di cuenta que aquello fue un paso más en el largo camino que es quererse a una misma, porque es cierto, a veces vemos ciertas cosas en nosotros y nos empeñamos tanto en odiarlas y esconderlas que nos olvidamos que para otras personas no son la gran cosa. Lo que para todos, este día fue una dinámica más de una clase de relleno, fue para mí una dinámica que me enseñó que está bien dejar de tenerle miedo a decir ciertas cosas en voz alta, que a veces, llevar a cabo todas esas cosas que nos dan miedo o vergüenza nos ayuda a exorcizar los demonios de nuestro armario que nos carcomen por dentro y a fin de cuentas, no es tan malo. Estoy aprendiendo a amarme, es un camino largo, arduo  y duro, pero cosas pequeñas como estas, son las que me impulsan a seguirlo, a terminarlo y alcanzar la cima; El amor propio sin condición y una vida plena y feliz conmigo misma.

Autor: Diana.