He tenido muchos traumas en mi vida, traumas que creo superados gracias a los años que fui a  terapia, por un lado, y a mi autorreflexión continua, por otro. Hoy os voy a contar uno de esos momentos que puede que a algunxs de lxs presentes les sea familiar: un día en el que se rieron bastante de mí. Fue el día que pesé 40 kg.

Era entre mayo y junio de 1999 y estábamos al final de 4º de Primaria. Yo tenía 10 años entonces y desde hacía algunos meses mi cuerpo había decidido comenzar sin mi permiso el dichoso cambio que me haría coger varios kilos y llevar con esa temprana edad sujetador. A mí por entonces esos kilos me daban bastante igual y era una niña feliz, lo que no me gustaba en absoluto, por el contrario, era aquello de tener tetas. Lo odiaba, y más cuando era la única de la clase. Era como si la naturaleza hubiera querido acabar con mi infancia antes de lo normal. Pero eso es otra historia, queridxs.

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El caso es que nuestra maestra había tenido la genial idea aquel curso de medirnos y pesarnos al principio y al final del mismo para ver cuánto habíamos crecido. Eso de medirnos lo entiendo hasta cierto punto, pero aquello otro de pesarnos… No sé qué interés podía haber en ello y si ella misma había pensado en el sentido que tenía y las consecuencias que podía tener para algunos niños. Ahora que soy adulta y pienso en ello la verdad es que no sé cómo la mujer no se llevó por lo menos una buena bronca por parte de las madres o del equipo directivo. Quizá la respuesta es que éramos pequeños y puede que ninguno de nosotros contara nada en casa.

Bueno, ya os podéis oler cómo acabó esto: la medición del principio de curso la recuerdo con buen resultado: era una de las más altas y mi peso era normal. Pero cuando llegó junio resultó que mi cuerpo era bastante distinto y había engordado (ojo) 5 kilos: había pasado de 35 a 40. El caso es que el “cuarenta” con tono de sorpresa (¡Cuuuuarenta!) que pronunció la maestra desató la risa y las burlas de toda la clase (menos 3 o 4 que no dijeron nada, probablemente mis amigas y/o el resto de “gordos”), señalándome con el dedo al tiempo que me decían lo gorda que estaba. Ya veis, tan sólo tenía sobrepeso en todo caso. Pero desde entonces hasta los 15 años formé parte del podio de los gordos de mi clase y así me lo hicieron saber unos cuantos durante algún tiempo.

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Cuando años después lo hablé con mis amigas me quedé muy sorprendida porque ellas no se acordaban de las mediciones, probablemente ellas estarían en la media “normal”. Pero lo que sí hemos concluido todas es que, desde luego, aquella idea, de haberla llevado a cabo más años (algo bastante probable) pudo haber afectado a muchos más niños de los que pensamos. Yo, después de esta experiencia y otras más he aprendido muchas cosas. Una de ellas, que si tengo hijxs les preguntaré cada día lo que han hecho en clase, por muy pesada que resulte. Quién sabe los problemas futuros que puedes prevenir.

Y para finalizar, puede que os preguntéis si odio a la susodicha. La verdad es que no, aunque no os voy a negar que cierta rabia sí que le guardo. Vive en mi barrio y aún a veces sigo encontrándomela. Quizá la próxima vez debería contarle el trauma que me causó todo aquello. Pero la verdad, no le veo mucha utilidad y además me entra tanta pereza que paso. Allá ella y la salvación de su alma.

Autor: Rocío Martínez