Y es su monstruo. No duerme bajo su cama, ni se esconde en el armario. No le aterroriza en pesadillas, aunque por sus sueños también se pasea. No es feo ni asqueroso, pero le hace creer que ella lo es. Y su monstruo se llamaba Autoestima.

Ella era una chica corriente, no era guapa, ni tenía buen cuerpo. No tenía el pelo rubio y liso, ni los ojos azules, por lo que en una película americana nunca podría haber sido la reina del baile ni salir con el capitán del equipo de football. Tampoco capitana del equipo de animadoras (por favor, si ni siquiera podía saltar el potro), ni si quiera el cerebrito al que todos pedían los apuntes. No sobresalir en nada era su especialidad. Ni simpática ni antipática, ni tímida ni extrovertida, ni empollona ni cool. No era nada.

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Y Autoestima tiraba de ella hacia abajo, siempre lo ha hecho. Tiraba de ella hacia un agujero oscuro en el que se hundiría y del que no saldría. Pero ella llevaba tiempo luchando contra eso, lo tenía controlado. O eso al menos decía. Durante mucho tiempo tuvo más fuerza que su monstruo, no la arrastró. Pero un día, sin venir a cuento, se miró al espejo y tuvo que retirar la mirada, no sabía que había cambiado, pero le dio asco lo que vio. A partir de ese día todo fue como una bola de nieve, que se hacía cada vez más grande. Empezó por odiar su cuerpo, estaba gorda, todo el mundo se lo decía. La gente que apenas conocía le decía lo guapa que estaría con menos kilos, y sus amigos le hacían comentarios sobre su peso sin maldad, pero que dolían. Pasó el tiempo, iba de mal en peor. Porque estaba gorda porque comía, pero seguía comiendo porque estaba gorda. Sólo encontraba refugio en la comida, pero se sentía tan culpable luego que no podía parar de llorar. En ocasiones vomitaba, otras no podía pero lloraba y se odiaba a sí misma.

Luego vino la etapa de su cara. Estaba tan gorda que su cara lo reflejaba, y (oh no, lo que faltaba) le salían granos. Tenía una cara fea. Vale, quizás no le faltaba un ojo ni tenía una nariz enorme, pero era mediocre, ordinaria, no tenía nada bonito. Todos esos kilos que le sobraban se veían reflejados en su oronda cara, con las mejillas gorditas y papada. No tenía nada bonito.

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Ahora le tocaba a su forma de ser. Antes pensaba que era buena persona, ahora creía que era tonta. La gente se aprovechaba de ella, y ella lo permitía porque le daba miedo estar sola. Sola con su monstruo, ese si que no se iría nunca. Hacía favores, prestaba dinero, invitaba a cenar… Lo que fuera por sentirse querida. Era tonta. Antes solía sonreir siempre. Ella pensaba que aunque sonriera sin ganas, la gente le sonreiría a ella. Se solía reir a carcajadas con los chistes malos, se reía de si misma cuando acababa en el suelo por tropezarse con sus propios pies, siempre reía. Luego se miró al espejo, y no le gustó su sonrisa. ¿Quién es esa que le devuelve la mirada? Tiene los dientes enormes y los labios finos, que sonrisa más fea. Y dejó de sonreir tanto. Ya no se reía con los chistes porque su risa sonaba odiosa, y si se tropezaba era porque encima era torpe. Trataba bien a la gente que le daba patadas, esa era su especialidad.

Le daba miedo salir a la calle, pensaba que la gente la miraba y pensaba “fíjate en esa chica, que gorda y fea es”. Que los chicos la miraban con cara de asco, y las chicas se reían de su enorme culo. Que las señoras pensaban que estaba embarazada. No quería salir. Era más fácil estar en casa que enfrentarse a todas esas miradas, críticas y burlas. Dejó de ver gente.

Y su monstruo se estaba saliendo con la suya, ya la tenía donde quería. La había arrastrado a ese sitio oscuro al que ella no quería llegar, y se reía de ella en su cara. ¿Cómo no podía haberse dado cuenta en tanto tiempo que ese era su sitio? En la oscuridad nadie tenía que verla.

Autor: Elsa

Ilustraciones de la maravillosa Lyona y el libro ‘Yo mataré monstruos por ti’