Es increíble, a la vez que contradictorio, que en plena generación de la información en la que se supone que todos estamos más conectados, nos encontremos viviendo tan aislados de los que nos rodean.

Fui consciente de lo mucho que estamos haciendo mal hace apenas unos días. Mi hija de dos años y medio jugaba en el salón de nuestra casa mientras yo, como muchas otras tardes, miraba mi móvil sentada en el sofá. Tras un rato de juegos se acercó a mí, comenzó a hablarme en su idioma (que todavía no logro descifrar) y me arrancó el teléfono de las manos para dejarlo en el suelo. Me cogió y me pidió que juntas bailáramos. Después de un primer baile el aparato empezó a sonar, ella lo miró con cara de enfado supino y le propinó una patada enviándolo debajo del sillón.

Intenté reñirle, pero vi en su cara un claro gesto de victoria mientras me volvía a tomar de las manos “mamá, vamos, ¡a bailar más!”. ¿En qué momento he permitido que mi hija se sienta relegada por un teléfono? Ella misma con su determinación decidió que su paciencia terminaba ese día, y que un simple cachivache no le iba a robar más a su madre. ¿Qué nos está pasando?

 

Somos tan dependientes de las redes que parece que un día sin móvil nos hace sentir desnudos. Conocemos la vida diaria de muchos famosos e influencers, nos enteramos antes que nadie de las noticias de última hora, compartimos los vídeos virales… Y la realidad, esa que se toca, que se huele o que se siente ¿para cuándo?

Mantenernos conectados e informados está fetén, pero deberíamos empezar a marcar los límites. Como ya dijimos en su día, sin sobreexponernos ni a nosotros ni a nuestros peques, no hay necesidad de que toda la cibersociedad sepa cómo dónde o con quién vives tu vida. Vívela, simplemente, intentando sacarle el mayor jugo posible. Uno puede pertenecer a las redes sociales sin que eso interfiera en su realidad, o al menos así debería ser.

El pequeño pero rotundo toque de atención de mi hija me hizo replantearme muchas cosas. La más alarmante, que ella misma sintiese una carencia por mi parte. ¿Os lo habéis planteado alguna vez? Lo más llamativo de todo esto es que en ese momento estaba buceando por la red en la búsqueda de regalos para ella, ¡qué curioso! Cuando seguramente su mejor regalo sea más tiempo de calidad conmigo.

Es duro que la propia “caja tonta” nos tenga que poner los pelos de punta gracias a publicidad que intenta despertar nuestras conciencias.

Este año el mejor regalo eres tú. Así ha descrito una gran marca de jugueterías unas buenas Navidades para los peques. Déjalo todo, desconecta e implícate con los que realmente deberían importante. Jugar con un hijo, preguntar a una madre qué ha sido lo mejor de este año, escuchar las batallitas de un abuelo… Suena a topicazo, y quizás lo sea, pero nadie ha dicho que los tópicos no sean necesarios.

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Ikea también nos ha tirado de las orejas dejándonos bien claro que cada día nos separamos un poco más de nuestras familias. ¿Realmente es todo tan preocupante? Nos sentamos cada año a celebrar la Navidad con tíos, primos o sobrinos y francamente pocas veces mostramos interés en aspectos importantes de sus vidas. Somos familiares por conocer. Sabemos qué estudian o en dónde trabajan pero en pocas ocasiones decidimos ir más allá y preguntar, por ejemplo, si alguien es feliz. ¿Imaginas preguntarle a tu tía si le gusta su trabajo o si se ha planteado alguna vez dejarlo todo para cambiar de vida? Puede que más de una respuesta nos sorprendiera.

Mantener conversaciones interesantes o simplemente revolcarse por el suelo para jugar con los más peques parece estar sobrevalorado. Pues yo este año regalaré tiempo, pero no de ese en el que solo quieres que los minutos pasen rápido, sino del de calidad. Momentos únicos sin necesidad de subirlos a la nube. Instantes que se quedarán en la memoria de los que nos quieren, sin más. Puede que haya llegado la hora de darle una vuelta a nuestras prioridades y así empezar a valorar un poco más nuestra realidad.