No tengo claro por dónde empezar, si por estos pechitos incipientes que tengo propios de una colegiala en pleno estirón puber o por estas caderas brasileñas con curvas dignas del circuito de Jerez que Dios quiso poner en mi cuerpo.

No suena tan mal ¿verdad? pues con 1.84 de altura, 100 kilos de peso y siendo chico es una movida para ser sincero.

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«Jajajaja, pero si tiene tetas» y un dedo señalando. Esa es una de las frases que conforman el top 5 de mi infancia/juventud, junto con clásicos como «eres guapo pero de cuerpo no me gustas, es que estás gordo» o «a mí me gusta que los chicos me hagan reír, pero me gusta tu amigo (el que no me hace ni puto caso ni tampoco tiene gracia el mocete)»

Ser el gordo de clase siempre ha sido un rol duro de desempeñar, pero si lo pillas con ganas y te lo curras hasta te puede divertir a medida que emocionalmente te hunde en la más puta miseria, esa falsa sensación de juntarte con los guapos de clase.

Llega un punto en el que pasa a ser una teen movie americana, en la que te llaman para que cuentes chistes rodeado del capitán del equipo y la capitana de las animadoras y su séquito. Y es que los chicos guapos de clase no tienen gracia los pobres, así que esperan que tú hagas cuatro bromas meneando tu barriga y termines enseñando ese culo Kardashian que la genética, tan generosa ella, te ha brindado.

Durante años este comportamiento se convirtió en la careta que cada mañana me ponía para entrar en el instituto, bajar a la piscina en verano y siempre que pisaba una playa. Es como buscar que si te desprecian y se burlan por tu forma física, tú vas y les das lo más grande que tienes, que es tu autoestima, la dejas en sus manos, tu humor y ese corazón que no te cabe en el pecho. A ver si así por lo menos consigues traducir toda esa desidia social que te rodea en un: «es gordo, pero es muy majete el chaval, te ríes mucho con él«.

Ahora ya bien entrado en la treintena uno se da cuenta de esos fantasmas, de esas personas, esa gordofobia y los propios complejos que construí en mi personalidad que han causado una herida muy difícil de coser en mi autoestima y en mi amor propio.

De pequeños somos muy cabrones y no tenemos filtro, decimos, maldecimos, despreciamos y nos burlamos sin miramiento, sin siquiera reparar en el poso que eso deja en las personas, y casi me atrevo a decir que es inevitable.

El hecho de pertenecer a la manada ganadora, al grupo que hace bullying, conforma una influencia tan fuerte en nosotros desde pequeños, que vamos perdiendo la humanidad a medida que avanzamos por los cursos del colegio.

Siempre he querido hacer desaparecer estas tetas, convertirlas en «pectorales de hombre» y siempre he odiado estas caderas mías que hacen que estalle una talla 50 de vaqueros regular en Primark. Llevo un tiempo intentando perder peso, siempre peleando contra esta naturaleza derrotista y de fácil rendición que me persigue, porque honestamente creo una transformación física me puede enseñar el camino a la felicidad o al menos a una estabilidad emocional. No paro de hacer deporte, pero el ansia de comer sigue ahí como una bestia que me devora por dentro a medida que devoro lo primero que pillo en el frigo.

A día de hoy, sigo acomplejado para conmigo. Ya no me importa lo que pueda decir la gente, pasé esa fase, me resbala mucho, me importa mi propio concepto que tengo de mí.

Ya no lo paso mal ni en piscinas ni en playas, creo que estoy cerca de superar al 100% el complejo social, de hecho le pego al nudismo si el lugar lo permite, y no, tampoco me acompleja que la peña me vea la mini churra en reposo en una playa levantina.

La guerra a día de hoy y desde hace unos años, es conmigo mismo, contra mí, quiero ser feliz con lo que soy, quiero aceptar este cuerpo que tengo, tal y como es ahora, y quiero calmar esta cabeza mía que parece una White-Westinghouse centrifugando 25 horas al día, sin necesidad de transformaciones ni cambios radicales, respetando la persona que soy.

Predico el body positivismo por las redes sociales y en los vermouths de cuadrilla, evitando caer el cuñadismo que te traga como un agujero negro, pero no dejo de hostigarme cada vez que me planto delante del espejo, cada vez que tengo que hacer la mochila para ir a la playa, cada vez que piso una tienda de ropa, cada vez que quiero quererme.

Ojalá vendieran autoestima y amor propio en Amazon y con envío en el mismo día.

Porque al final es lo que necesito, gustarme. Tengo la suerte de tener pareja y físicamente atraerle mucho, salta a la vista cada día con las muestras de cariño y con los brotes repentinos de pasión, pero sigue una parte de mi muy vacía, y esa parte es la que da todo el sentido y rigor a una de las frases más manidas de la historia y que he llegado a odiar, «hasta no te quieres tú, no te van a querer los demás».

Es tan cierta que estoy a punto de tatuármela.

Gracias WeLoverSize por toda la ayuda que encuentro en vuestros contenidos, gracias por defender la autoestima por encima del físico de las personas.

Gracias, de verdad.

Javier Ruiz