De esto que el domingo está gris, muy gris, y la lluvia cae sobre los cristales de tus ventanas. Sofá, mantita, una vela encendida por puro postureo. La típica peli de sobremesa o incluso un cantautor cortavenas sonando. Y entonces el mundo, tu mundo, se viene abajo sin razón y piensas en lo jodidamente mal que estás, en todo lo que quieres y no tienes y en la de cosas que debes hacer y jamás te pones a ello. ¿Te suena esta escena? Forma parte de la película que, más a menudo de lo que deberíamos, nos montamos en nuestra cabeciña.

Hasta hace no mucho sentía un malestar generalizado en mi vida. No puedo decir que estuviese deprimida, porque salía cada día de casa, me arreglaba y sonreía. Pero tampoco puedo decir que fuese la persona más feliz. Las cosas me iban bien, laboralmente no podía quejarme, estudiaba algo que me gustaba y sobre todo, mi familia y el amor, gozaban de una perfecta salud. Sabía que todo iba bien, que no cambiaría mi vida. ¿Qué fallaba?  Mi peso.

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Desde que tengo uso de razón arrastro muchos kilos extra en mi body. Casi toda mi adolescencia sufrí sobrepeso y en aquel entonces no me habría venido nada mal quitarme unos 10 kilos. A medida que me he ido haciendo mayor, en estos 26 años, he acumulado la nada saludable cifra de 30 kilazos de sobrepeso. Carga para mis rodillas, carga para mis hombros, y sobre todo, carga para mi salud emocional.

Hace cosa de un mes decidí ponerme en serio con esto de la vida sana y después de casi 30 días durillos, he perdido peso y he ganado salud. El método es lo de menos, en esto no hay truco, solo dos constantes podrán obrar el ‘milagro’: menos plato y más zapato ( sobre todo platos de esos que tienen un extra de todo, ya me entendéis). Muy poco a poco voy cambiando hábitos, acostándome a la misma hora todos los días, cambiando las bebidas con gas por agua, dejando el pan a un lado y danzando un par de veces a la semana al ritmo de las canciones reggetoneras más chonis. Y oye, qué queréis que os diga, el esfuerzo está mereciendo muy mucho la pena, porque, como siempre os decimos desde aquí, no se trata de estar gorda o delgada, se trata de estar sana y feliz.

Así que recordando aquella escena dominguera, en la que me dejaba llevar por la autocompasión y el ‘qué mal estoy y que poquito me quejo’, hoy me he dado cuenta de que en realidad yo no soy una persona triste, simplemente mi gordura, en mi caso concreto, me hacía padecer un cuadro de malestar y desánimo, que llevaba a mi autoestima a sentirse en horas bajas. No poder subir unas escaleras sin fatigarme, sentir el peso encima cuando te agachas o dejar de dormir bien por culpa de los kilos eran cosas que me afectaban mucho, pero ahora lo entiendo, estoy gorda, no triste.

Como todo en esta vida, es cuestión de perspectivas y prioridades. Para el que no tiene trabajo, lo que más feliz podría hacerle es encontrar uno. Para el que acaban de dejarle, seguramente esté deseando que la pena pase a un lado y vuelvan las mariposas… Preocúpate de preguntarte qué es lo que te apena a ti. Habla contigo misma, escúchate y cuando tengas sobre la mesa el problema, no pierdas tiempo en trazar planes y ponte a andar.

Haz oídos sordos a los que te digan que es muy difícil o las personas que ven en el físico un asunto superficial.

Sea cual sea tu camino va a costar mucho, pero te aseguro, que merecerá la pena.

Ana Gayoso

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