Caí enamorada de la fotografía mucho antes de lo que caí en la anorexia. De pequeña era la típica niña que odiaba salir en fotos, pero le encantaba tomarlas con la cámara de su madre. Me fascinaba retratar flores, pájaros, montañas y hasta al perro del vecino. Pero un día me levanté con ganas de captar el alma de las personas. Ese día le escribí un mensaje a mi novia y le dije que se pusiera guapa, que iba a usarla de modelo para hacer una sesión de fotos como las de las revistas de moda. Ese fue el inicio de todo.

Me cuesta pensar cómo he llegado a este punto, y todavía me cuesta más entender cómo puede ser que se mantenga en el tiempo. Dentro de poco hará cinco años que retrato a chicas de forma más o menos profesional. Empecé con retrato callejero, le siguió la temática de lencería y boudoir (que por cierto, me encantó) y lo rematé cuando se puso delante de mi cámara la primera modelo curvy.

Recuerdo aquel día como si fuera ayer. La chica se llamaba Laura y era preciosa. Pelirroja natural, voluptuosa, como una Venus sensual y femenina. Se puso su conjunto de lencería y una camisa abierta por encima y empezó a posar. Y qué forma de posar. Desprendía seguridad por cada poro de la piel, sabía perfectamente qué ángulos le favorecían más, se movía como una especie de ninfa en un bosque imaginario. Quedé maravillada. Ese día, de un modo más o menos consciente, decidí no sólo que quería focalizarme en la fotografía de lencería femenina, sino que además, quería que fuera con modelos curvys y plus size. Admiraba la capacidad que tenían de explotar sus virtudes, lo imponentes que resultaban delante del objetivo. Todas, o casi todas, tenían la misma dinámica de trabajo: eran conscientes de su figura, la amaban, y conseguían que tú también la amaras. Salía de las sesiones con ganas de ser como ellas. Pero yo era una chica normal, en la media, con poco pecho, poco culo y un vientre más o menos plano. Del montón. Eso era lo que me gustaba de esas modelos: destacaban entre la multitud allí donde estuvieran.

Y yo no. Yo era un cero a la izquierda. Se me daba bien hacer fotos, la gente solía decir que tenían espíritu. Pero yo sólo era un canal por el que otras personas se expresaban y se mostraban al mundo. Yo siempre estaba detrás del objetivo.

Hasta que un día, por azares de la vida, decidí ponerme delante. Entonces empezaron los problemas.

La fotografía me ha dado muchas alegrías, pero también muchas decepciones. Empezar a estar a ratos delante de la cámara de colegas de profesión, como “modelo” principiante o parche cuando les fallaba una modelo, hizo que muchas cosas cambiaran. Empecé a fijarme en cosas que no había visto antes en mí. La anchura de la mandíbula. El grosor de las cejas. Lo hundidos que tenía los ojos. No se limitó sólo a la cara; luego empecé con el cuerpo. No me gustaban mis piernas grandotas, mis pantorrillas de jugadora de futbol. Tampoco mi pecho plancha, mis hombros grandes, mis brazos redondeados. Me di cuenta por primera vez de algo: no era sólo una chica del montón, sino que además, estaba fofa. Y era demasiado corpulenta para ser modelo.

Vinieron las dietas. Y bajé, claro que bajé. Ojalá no lo hubiera hecho. Le encontré un cierto gusto al hecho de ceñirme a un plan de comidas, cuanto menos calórico, mejor. Le encontré gusto a que la gente alabara mi nueva figura, mi fuerza de voluntad, mi tenacidad. Con el tiempo dejaron de hacerlo, y mi peso se estabilizó en una media más o menos saludable. Pero me negué a aceptarlo. Yo quería más. Más aprobación, más retos, más restricción. Poco a poco me empezó a pesar menos el hecho de encontrar guapas a las modelos de mis sesiones. Sí, seguía viéndolas preciosas. A ellas les quedaba bien esa grasa bien distribuida, esa mirada felina, esa barriguita mona. A mí no. A mí me quedaba horrible. Era una especie de armario humano cada vez más horrendo. Y ahí empezó la espiral: cuanto más perdía, más gorda me veía en el espejo. Cuanto más bajaba, menos me importaba lo bien que les quedaba el sobrepeso a las además. No lo quería para mí. No me favorecía. No lo merecía. Empecé a pensar que, por mi constitución, ya que nunca sería como esas chicas voluptuosas y femeninas, lo único a lo que podía aspirar era a adelgazar. A ser, quizás, una versión algo anchita de Cara Delevingne o Gigi Hadid. Y quizás con eso podía volver a sentirme cómoda en mi propia piel.

Gran error. Adelgacé, claro que adelgacé. Empecé a ser capaz de contar mis costillas y las vértebras de mi columna vertebral. Descubrí que mis huesos de las clavículas eran bastante anchos, y que los de las caderas estaban más separados de lo normal. Fui capaz de rodear mis muslos con mis manos teniendo en contacto todas las yemas de los dedos. Y mi antebrazo tenía el mismo tamaño desde la muñeca hasta el codo.

Y un día, durante una sesión, una nueva modelo curvy se sacó la ropa y se puso en lencería delante de mi objetivo. Y ese día lo pensé por primera vez.

“Está muy gorda, qué asco”.

No miento si digo que tuve ganas de llorar tan pronto vi que había pensado eso. Yo, que tanto había defendido el empoderamiento femenino y las modelos plus size. Yo, que me jactaba de ser una promotora del bodypositive y la autoaceptación. Yo, con lo mucho que había disfrutado antes esas sesiones, ahora mandaba a paseo toda esa felicidad con un solo comentario en mi cabeza.

La anorexia ya no sólo me había devorado a mí entera; acababa de devorar también mi pasión por la fotografía que amaba.

Han pasado meses desde entonces y sigo en plena lucha contra esta enfermedad mental tan poco hablada y que la mayoría de personas no entienden. Intento explicarme siempre que surge la oportunidad, hacer algo de psicopedagogía con mi entorno; no sólo para ayudarle a ellos a entender cómo una chica puede ser anoréxica y fotógrafa de modelos curvys a la vez. Sino para entenderme a mí misma. Para decirme que no pasa nada, que esto está bien. Que la chica que pensó aquella barbaridad no era yo; era el monstruo de la anorexia hablando por mí.

Porque yo soy muchas cosas. Soy una excelente fotógrafa, soy feminista, soy amante de lo bodypositive, y soy una luchadora. Y padezco una enfermedad llamada anorexia, pero no soy esa anorexia.

Y cada vez (ojalá) me alejaré más de ella para poder volver a disfrutar de todo lo que disfrutaba antes.

Sé que lo haré.

Anónimo.