La ansiedad es sólo un nombre para algo que, si no lo experimentas, no llegas a conocer. Describirla es difícil; sufrirla, aún más. Pero es necesario contarla para borrar falsos estigmas, para otorgarle la importancia, lamentablemente, que tiene, y para dibujarle un croquis de crudeza a todos aquellos que la minusvaloran.
Dejadme coger la voz de narrador y relatarla…
Y entonces llegó ella.
Un torrente de alfileres de vudú autoclavados por su intrínseca falta de cariño hacia sí. La sensación más horrible se vestía de nudos internos que paralizaban su organismo. Y, con ella, comenzó a bailar el llanto que, lejos de liberar, hacía que esos nudos se mojaran más, más apretados, más imposibles de deshacer.
Ese llanto, los sollozos, los gritos y las babas le hicieron perder los papeles de su respiración y pensar que era un buen momento para dejar de hacerlo de por vida.
La palabra angustia se quedaba tan corta…
Muerte inminente.
Alguien nombró así esa sensación. Quizá algún lóbulo de su cerebro.
También era una expresión demasiado pequeña.
Era un salto al vacío, quemarse y ahogarse a la vez. Vértigo profundo y mareo. Y un desarraigo del alma que se precipitaba, en forma de lágrimas y mocos, fuera del cuerpo para desvanecerse.
Morirse.
Y cada vez que ella venía, moría un poco más. La certeza de que en cada reguero de lágrimas resbalaban neuronas o cualquier elemento de ese empaste gris, le hacía hipotetizar sobre el recuento de sus soldados cerebrales. Cada vez había menos defensas. Su cabeza nunca fue un fortín precisamente. Era más una cárcel con motines efervescentes.
Recurrentes.
Reincidentes.
Es tremendo sentirse morir cuando no quieres y desear obscenamente que ocurra sin poder hacer mucho para finiquitarse.
Muerte y suicidio apremiantes. Todo prácticamente a la vez. Una contradicción tan seductora como aberrante.
El nudo que se le hacía en el esternón era el más incómodo, quizá por evidente, junto con el de la tráquea. De alguna manera estaban coordinados para dejarle sin latir, tragar y respirar a la vez. Lo mecánico se iba por el desagüe de sus ojos, subrayando su importancia para luego reactivar las cadencias del corazón con un quiebro.
Todo parecía funcionar de nuevo.
Pero luego, no. Ella no se había ido.
Que ocurra ya. Que pare ya.
Por dormir o dormir del todo.
Vértigo.
Vértigo eterno y absoluto a mucho pavor por segundo.
La caída hacia el abismo más oscuro.
Tan rápido…
La soga se tensó seca, a escasos palmos del suelo. Y con ella, más lo hicieron esos nudos.
No ha ocurrido. Pero no parará.
Y su cerebro, masticando el alma, pensó: “Me quedaré en el pozo que me he cavado para no salir. Esquivaré los cubos desde el fondo. Y esperaré la lluvia con pies de cemento…

Marisa R. Abad