Tengo una enorme mancha sobre mi ojo izquierdo. Me hace parecer un panda si me miras desde ese perfil. Atraviesa la ceja y ensucia tímidamente un trozo de mi frente, como una ameba que crece sobre el hueso frontal. No es que me guste especialmente. No es que me disguste especialmente. La asumo como algo mío; no es ni una virtud ni un defecto. Es algo mío.

Siempre he mantenido una relación amor-odio con ella. Desde que recuerdo, se me recomendó no exponerla al sol, pero yo era tan feliz dejando que aquellos rayos calentaran mi piel que me dejaba llevar habitualmente por aquel placer. Entonces, mi mancha crecía y se oscurecía, para desagrado general. A mí, insisto, no me molestaba especialmente; pero no así a algunas personas de mi alrededor. Muchos niños no querían jugar conmigo. Eso podría parecer un problema pero yo creo que me hizo valorar más la amistad de aquellos que jugaban conmigo ignorando  mi mancha.

296BCFF500000578-3114218-Plus_size_body_activist_Tess_Holliday_has_revealed_that_she_is_f-a-76_1433681842164

Me dolía sumamente más el desprecio de algunos mayores. Recuerdo una vez que un familiar me dijo algo así como que, de tener él una mancha así, lloraría. Entonces, lo entendí como un ataque desalmado hacia aquella niña que yo era. Si lo pienso ahora, creo que era más bien una crítica voraz al relajo en la disciplina y educación que mis padres debían aplicarme.

Yo fui creciendo y, conmigo, mi mancha. A las personas a las que tanto les disgustaba me devolvían el daño con un odio voraz. Me reprochaban la existencia de mi mancha desde la acera de enfrente, con un desdén infinito. Los niños pequeños me señalaban burlándose y sus padres, lejos de corregir su actitud, reían sus gracias aplaudiendo la ocurrencia.

Siendo adolescente, ningún chico se me acercaba con pretensiones románticas, les repugnaba mi oscuridad facial. Bueno, debo rectificar esta última afirmación, claro que había chicos que se me acercaban con fines románticos: estar más cerca de algunas de mis amigas, esas hadas de piel inmaculada.

2luyw3s

Después, llegó la Edad de los Consejos. Todo el mundo tenía la solución a mi problema y argumentaban que aquello no era una cuestión de estética, sino de salud. “¿Qué pasa con mi salud?”, me preguntaba yo, sintiéndome una persona saludable, fuerte y válida.

De tanto daño que veía que mi mácula producía en los demás, a veces tomaba medidas. Me ocultaba del sol y sacrificaba aquella felicidad de los rayos a cambio de aclarar aquel horror de mi cara y daba resultado. Entonces, empezaba la Edad de los Elogios, y todo el mundo me mostraba respeto y admiración. Y yo era feliz, como si la felicidad fuera un órgano que te pueden trasplantar cuando el tuyo propio falla.

Y, si me relajaba y dejaba que el sol accidentalmente me dorase la tez y volviese a oscurecer esa ameba que yo misma empezaba ya a odiar, los muros de mi confianza se caían y me sentía como un juguete roto, aquella potencia que perdió su poder. La España que había perdido toda su Armada Invencible. Un fracaso.

Una tarde, hice un giro extraño que me dañó la espalda. El dolor era espantoso, no me dejaba respirar. Acabé en urgencias donde un médico cansado de su guardia y asqueado de mi mancha, me dijo que cómo esperaba que no me doliera nada con ese horror en mi cara, que el único remedio para que aquel dolor insoportable era deshacerme de mi ameba. Y yo quería gritar pero no podía. Para perderla, necesitaba tiempo, y yo no aguantaría tanto con aquel malestar infernal. Porque sí: me convenció de que mi mancha era responsable de aquel dolor, y no aquel giro inoportuno.

En la Edad de la Indiferencia, dejaba que el sol me daba en la cara, pero ya no disfrutaba nada su calor. Lo odiaba porque sus efectos hacían sufrir a los demás a través de mí. Y ya ni aquella felicidad trasplantada me servía para sonreír.

Y esa es mi vida. Luchar contra mi mancha porque no me duele pero lastima a los demás. Pero mi mancha se llama kilos de más y lo demás lo puede deducir cualquiera.

Autor: Nati Montes Barqueros

En las fotos: Tess Holliday