Con los años he ido descubriendo el placer de las pequeñas cosas. Cosas que cuando era más joven puede que me parecieran banales, cotidianas, sin ningún interés especial. Algunas de las personas que han pasado por mi vida, y algunas que aún están en ella, me han contagiado esos placeres, y me han enseñado a disfrutarlos.

Ella me enseñó a tomar té. No a beberlo, cosa fácil, sino a tomar té como momento, como reunión, como ritual, como bálsamo para los problemas y confidencia para las alegrías. Descubrí que tomar té juntos no es lo mismo que tomar café, cerveza o una copa de vino. Quedar para tomar té con ella era, y es, crear un ambiente especial, cálido y confortable, y tener una predisposición a contarnos y a querernos mientras dure ese té.

Esa enseñanza a lo largo de los años ha llevado consigo descubrir sitios maravillosos donde tomar té, sitios diseñados y decorados para que esos momentos que vivimos mientras tomamos ese té estén arropados como es debido.

El sitio elegido para aquel día era un local realmente pequeño, casi minúsculo, con una campanita encima de la puerta que tintineaba cuando entrabas, y con apenas espacio para 4 mesas y un mostrador, pero tan acogedor y con tanta magia que podías crear un mundo dentro de él. Entramos despacio, saboreando el momento previo a ese té. Observé el local con curiosidad, sonreí a la camarera, ella me devolvió la sonrisa, y elegimos la mesita que estaba junto a la ventana, una ventana grande que casi abarcaba la distancia desde el suelo hasta el techo. Éramos los únicos clientes en ese momento.

Elegimos nuestro té con esmero, parte importante del ritual, y poco después la camarera con otra gran sonrisa nos trajo nuestras tazas y nuestras teteras, preciosas, a juego con el lugar y con el momento. Y mientras las bolsitas deshacían su contenido en el agua caliente y el aroma de nuestros tés inundaba la mesa, nos contamos y nos escuchamos nuestras historias.

Y fue al inclinar la tetera para servirme el té cuando me di cuenta de que siempre se me derramaba algo por los bordes. “Qué torpe soy”, le dije, “Siempre me pasa igual”. Entonces ella puso su mano sobre el dorso de la mía, despacio, con un movimiento lento y delicado, me sonrió, me miró como sólo ella sabe hacer, y me dijo en un tono suave sin dejar de sonreír: “No eres torpe cariño, lo que pasa es que las teteras, al igual que las personas, son imperfectas.”

Y con ese pequeño gesto y ese comentario entendí que incluso algo tan simple como una tetera, que era el centro de todo aquel ritual, no puede ser perfecta; y que a nosotros, las personas, también se nos escapa agua, porque tampoco somos perfectos. Ninguno. Pero no son esos defectos los que nos hacen imperfectos, porque la perfección es una percepción que depende de los ojos del que mira. Lo que realmente nos hace perfectos es saber disfrutar del té, por eso aquel momento en el que compartía el té con mi amiga era simplemente perfecto, a pesar de que las teteras no lo son.

¿Te tomas un té conmigo?