Recuerdo los veranos de mi infancia siempre con una sonrisa. Contaba con la gran suerte de que mi familia tenía una casa apartada de la ciudad, cerca de un camino que comunicaba dos pueblos entre sí, pero más cerca aún del campo y de la montaña. Se trata de una finca modesta pero espaciosa, con piscina, huerto y terreno suficiente como para que mis primos y yo pasáramos allí los veranos enteros con mis abuelos sin necesidad de pisar la ciudad.

Tengo una familia maravillosa, llena de gente simpática, muy divertida y con corazones enormes, empezando por mis primos con los que pasaba aquellos veranos. Algunos más mayores, otros más pequeños, pero siempre en sintonía los unos con los otros. Dormíamos juntos y nos despertábamos sin necesidad de despertador para ir a jugar después de desayunar. Sin tele. Sin videoconsolas. Sin móviles. Sólo nosotros y nuestra imaginación.

Todos teníamos bici, la mía era de color azul. Cuando yo aún era pequeño mi bici llevaba las rueditas laterales que te ayudaban a mantener el equilibrio, pero eran un incordio, no podía recorrer los caminos llenos de piedrecitas a la misma velocidad que mis primos mayores. Siempre he sido muy cabezón, cuando algo se me metía en la cabeza no paraba hasta conseguirlo, así que un día le pedí a mi padre que me las quitara.

Me fui solo a la parte trasera de la finca y, decidido como nunca, me monté en la bici ya sin las rueditas y empecé a pedalear. Tras haber recorrido apenas tres metros inevitablemente me caí al suelo. Me levanté frustrado, fruncí el ceño un momento pero en seguida me armé de valor y volví a intentarlo. Y otra vez me volví a caer. Y otra vez lo volví a intentar. Así una y otra vez. Yo sabía que podía conseguirlo, sólo era cuestión de intentarlo e intentarlo hasta que al final lo consiguiera. Estuve más de una hora sin parar, no descansé ni un minuto, cada vez que me caía volvía a ponerme de pie, a levantar la bici del suelo y a probar suerte otra vez. Yo sabía que lo conseguiría.

Y así fue. Una de esas muchas veces que volví a levantarme del suelo y me monté en la bici, empecé a pedalear con más ganas que nunca y sentí como si alguien me estuviera sujetando para mantener el equilibrio. Pero no era así, nadie me estaba sujetando. Yo avanzaba y avanzaba sin caerme, aquello funcionaba y lo estaba haciendo solo. Tras haber recorrido una buena distancia paré, dejé la bici en el suelo y levanté los brazos en el aire mientras saltaba y gritaba: “¡Lo conseguí, lo conseguí!”

Mi bici azul nunca más volvió a llevar aquellas rueditas.

Desde aquel día supe que, si intentaba algo con muchas ganas y no me rendía, podría conseguirlo. Y así ha sido toda mi vida. Cada vez que me encuentro en alguna situación complicada que requiere de más tesón y esfuerzo del necesario, o que quiero llegar a una meta no tan fácil de alcanzar, me acuerdo de aquella tarde y de mi bici azul y sé que, si me lo propongo y tengo las herramientas necesarias, lo conseguiré.

Si quieres algo lucha por ello. No te rindas. Nunca. Inténtalo sin cesar en el empeño mientras te queden fuerzas y sepas que hay esperanza de lograrlo. Si cuentas con los medios necesarios, eres valiente y confías en ti, lo conseguirás. Porque nadie mejor que tú sabe lo que tú vales, que si te caes hay que levantarse y seguir intentándolo y que, para pedalear más rápido que nadie, a veces hay que quitarse las rueditas, aunque nos tengamos que levantar del suelo una y mil veces antes de gritar muy alto:

“¡Lo conseguí!”

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