Mido 1.73 y peso alrededor de 87 kg, lo que se dice una persona con sobrepeso incluso rozando la obesidad. Lo echo todo a la barriga y a los muslos, y me encanta porque la cintura se me queda definida y tengo unas curvas bonitas. ¿Cómo he llegado hasta esta conclusión? Queridos, el paso del tiempo hace mucho, pero el cambio de actitud es la guinda del pastel.

14 años. 14 años a mi barriga y espalda, un poco de acné, cejas peludas con principio de unicejismo y muy poca autoestima.  Ya había comenzado la temida edad del pavo y en lo que conlleva a la vida social, pues bueno, dejémoslo en que era inexistente. Medía unos centímetros menos que ahora y pesaba casi 90 kg, sumado a mi cara mutante de niña a mujerona, me consideraba un orco que se dice ahora. No era muy popular que dijésemos, de hecho era considerada de las “frikis” y amigos, como he dicho antes, muy pocos. Ya está, son los kilos. A esa conclusión había llegado hace mucho, creo que desde el primer momento que me llamaron gorda a modo de insulto. Si adelgazo un poco todos mis problemas sociales y de autoestima desaparecerán. Y ahí ,señores, es donde empecé con las dietas. Fui a una endocrina, la cual no me puso a dieta estricta de tantas calorías diarias, simplemente me dijo de quitarme guarrerías y cenar poco. Pues nada, ahí estaba yo dispuesta a cambiar mi vida entorno a la bajada de kilos. Las matemáticas no fallan oiga, por kilo perdido una semana de felicidad asegurada.
Y así pasaron los meses y dio comienzo el nuevo curso. Yo ya habría adelgazado unos 7 kg y la gente no me paraba de decir lo guapa que estaba. Antes no, claro, sólo con 7 kg menos.

Cumplí 15 años rodeada de mi familia y de unos nuevos amigos. Unos se fueron, otros se quedaron, como los kilos. Podría decir, es más, aseguro, que ese fue mi mejor año en lo que adolescencia se refiere. Tenía a mi familia, un grupete de amigos, y me tocaba los ovarios a dos manos en el colegio.¿Qué más se puede pedir? En lo que respecta a la dieta, cabe decir que adelgacé unos pocos más en ese curso, sin hacer dieta estricta ni deporte. La endocrina ya me dio el alta y ya estaba en mi peso saludable. Pero yo quería más. Aspiraba a la felicidad absoluta, al vientre plano y al hueco entre los muslos. Me miraba en el espejo y soñaba con ese cuerpo tan deseado.

Comienzo del bachillerato. Todo dios comenta lo preciosa que me he puesto con mis kilos de menos, y en ese instante trascendental para alcanzar mi felicidad me ocurren dos cosas: la primera, la autoexigencia extrema por obtener una buena media para entrar en medicina. La segunda y la más grave, la noticia del tumor cerebral de mi padre. Éramos pocos y parió la burra.

Continúe adelgazando a rachas, unos meses más ,otros menos, y en lo que se tarda en mear me planté en segundo de bachillerato. Ese era el año clave. Tenía que subir la nota. Tenía que entrar en medicina. Tenía que adelgazar, tenía que conseguir el vientre plano y el hueco entre los muslos. Tenía, tenía, tenía. Entre tantos tenías se me estaba pasando la vida. Consecuencia: cuadro ansiedad-depresión.

Pues entre eso, esto, aquello y lo otro logré sacarme el curso a costa de renunciar a mi vida social y a mis amigos, con unas ojeras a lo personaje de Tim Burton, y todavía unos kilos por encima del peso que YO quería, me fui de viaje de fin de curso. Digo unos kilos por encima porque no llegaba la cifra exacta que tenía que pesar, pero hasta entonces había adelgazado unos 20 kg. Fue ahí donde la báscula logró su peso más bajo.

Yo pensaba que había llegado al clímax del asunto. Que en ese verano la felicidad se aposentaría en mi vida, no como los odiados kilos que tenía meses atrás. ¿Que me cabía una 38 del Bershka? Pues sí. ¿Que los tíos me miraban más en las discotecas? También. Pero más allá de eso, no apareció la ansiada felicidad. Todo el estrés que atravesé los meses anteriores, me estaba, digamos, saliendo fuera. Sin darme cuenta había perdido el brillo de los ojos, ese que me caracterizaba desde que nací.

Comencé la universidad. No me cogieron en medicina, todo sea dicho, así que me tiré por otra carrera de la misma rama. Conforme pasaba el curso me di cuenta de que no quería estudiar eso, que seguía queriendo hacer medicina y que tendría que haber alguna manera de intentarlo.
Entre comeduras de cabeza y algunos kilos que cogí, el 1 de mayo ingresaron a mi padre en el hospital, estaba cayendo en picado. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que ya se iba, que le quedaban pocas semanas de vida.

Murió en junio,y con su marcha, amigos, no hay kilos de más o de menos que valgan, ahí no.

Solo es con el paso de los años, que puedes hacer balance de lo sucedido. Te das cuenta de que la ecuación: menor número de kilos igual a mayor felicidad, es inexistente. Lo que te sucede a tu alrededor, no lo puedes controlar con tu peso.

Ahora he engordado un rato largo, pero soy feliz. Tengo a mi madre, a mis amigos, y estoy haciendo lo que me gusta (que por la magia del destino no es medicina, pero eso es otra historia). Y lo más importante, siempre le tengo presente. Si quiero empezar de nuevo una dieta por temas de salud o simplemente porque me salga del chichi, será porque me siento preparada.

Con todo esto quiero decir que en ningún momento de mi vida mi apariencia física tuvo que ver con mi felicidad. Esa que creí que alcanzaría con una cifra en la báscula.

Quereos, amigos. Quereos mucho y disfrutad de la vida. Si tenéis que estudiar, hacedlo, por supuesto, pero no dejéis de lado las risas con los amigos. Decidle te quiero a vuestra madre, padre, hermana, hermano, perro o gato; porque nunca sabréis cuando se irán.

Y como dijo alguien en un lugar y en algún tiempo: “La felicidad no es una meta, sino un estilo de vida“.

María José PR