Siempre he estado gorda. Más o menos aceptable (o normativa) para la sociedad, pero siempre gorda. Hace muy poco decidí que siempre lo iba a estar y que se acabó el perseguir metas imposibles y de golpe unas cadenas invisibles se rompieron. Para los que tienden a los pensamientos gordofóbicos: No, no he decidido dejar de cuidarme. He decidido dejar de presionarme (ya de paso pensad en por qué tengo que hacer esta aclaración).

 

Igual que siempre he estado gorda, siempre he sufrido gordofobia, incluso estando embarazada (no iba a ser una excepción). Lo primero que me dijo la comadrona cuando fui a la primera visita fue: estando tan gorda sólo te vamos a dejar aumentar cuatro kilos. Decidí cambiarme en seguida y tuve mucha suerte con la siguiente, pero cerca del último trimestre cogió la baja y su substituta me hizo la vida imposible. Probablemente tendría que haberme cambiado, pero claro, eso lo pienso ahora, tres años después y sin las hormonas revolucionadas y con el miedo irracional, pero muy común, de las futuras madres primerizas.
“Si haces dieta y no engordas, pero la barriga va creciendo significará que estás adelgazando.”
Me mandó hacerme la famosa prueba sullyvan cuatro veces (esa prueba que te hacen beber un líquido asqueroso que es básicamente azúcar para comprobar que no tengas diabetes gestacional. Normalmente te hacen la prueba una o dos veces durante el embarazo) porque no se podía creer que no tuviera diabetes: “Con la obesidad que tienes, no puede ser que te salgan estas analíticas”. Me hizo mil ecografías porque estaba preocupadísima por mi bebé, estuve semanas tomándome la tensión en diferentes horas del día, me puso a dieta… Pero lo peor de todo fue que decidieron provocarme el parto una semana después de haber salido de cuentas: “Es que con tu peso no podemos darte más margen”; y todo acabó en una cesárea de urgencia y un parto traumático. A veces me da por pensar, que, si me hubiesen dejado otra semana más, tal vez no hubiese ido todo tan mal.
El caso es que las cosas no mejoraron una vez fui madre. Me di cuenta de que la presión estética nos persigue sin piedad incluso en el postparto. Tenemos la presión de bajar enseguida los kilos que hemos aumentado por el embarazo y cada día oímos frases como: “lo peor que puedes hacer es engordar o no perder nada durante la cuarentena porque después te costará más”, “si no le das el pecho, no vas a adelgazar”, “aprovecha para caminar y salir de paseo todo lo que puedas”. Todo el tema de los kilos se suma al hecho de dejar de ser mujer para pasar a ser madre. Sólo eres madre. Te miras en el espejo y no reconoces a la persona que tienes en frente. Te tocas la barriga y no la sientes tuya, ni las cicatrices, ni las estrías… Tu cuerpo ya no es tuyo, ya no importa. Lo importante ahora es el bebé y su mamá tiene que hacer todo lo posible para que esté bien.

Cuesta recuperar tu cuerpo. Cuesta mirarte al espejo y no pensar: “ahora mismo, me doy igual”. Cuesta, independientemente de que tengas libido o no y de cuando “la hayas recuperado”, volver a confiar en ti misma y pensar que tienes derecho a quererte, que tienes derecho a que tu cuerpo cambie, que tienes derecho a sentir placer y a que te cuiden. Y nuestro entorno no lo mejora.

Una vez, en un taller no mixto pregunté cuándo las madres volvíamos a ser personas y muchas me contestaron que cuando los hijos cumplen alrededor de seis o siete años, porque ya son más autónomos y no nos necesitan tanto. Al instante sentí alivio, pero luego me pregunté: ¿tengo que esperar tres o cuatro años más? Y después de hablarlo con madres, padres y gente relacionada con la crianza en general; he llegado a la conclusión que, haciendo piña, teniendo una red afectiva fuerte y sobre todo, cuidándonos entre nosotras, el camino se puede hacer más llevadero. Así que aquí sigo, con mis carnes y barriga postparto, acompañada y ayudándonos entre nosotras.

Pau Jiménez