Merecer la pena. Nunca he entendido esa expresión. Como si estuviera justificado el tener que pasarlo mal. A veces damos por sentado que tenemos que permitir que ciertas personas nos compliquen la vida, porque precisamente, merecen la pena. No, tú no mereces la pena, tú mereces la alegría.  Mereces la alegría por convertir en posible lo imposible. Por esforzarte cada día por salir adelante, por dar lo mejor de ti misma aunque a veces sientas que no puedes más.

Te has caído tantas veces que ya has perdido la cuenta. Has entregado tantas partes de ti misma a gente que no lo merecía que a veces tienes la sensación de que ya sólo eres una cáscara vacía, un trozo de carne seca. Los restos de la persona que fuiste y que a ratos dudas que vuelva.

E intentas entender por qué existe gente que nos hace daño, por qué juegan con nosotros a estos tiras y dacas emocionales que te resquebrajan por dentro, pero por mucho que te esfuerzas,  no logras comprenderlo. Sólo sabes que estás cansada y desgastada por el uso.

Y te entran ganas de tirar la toalla, de apagar la capacidad de amar para no tener que sentir más, para evitar que te vuelvan a hacer daño y te tengas que curar de nuevo tú sola las heridas.

Porque hay personas que simplemente no son capaces de querer, no están preparadas. No pueden expresar sus sentimientos, no saben hacer feliz a la otra persona, sólo exigen. Y entráis en un laberinto sin salida, uno de esos ni contigo ni sin ti que tanto se te enquistan en el alma y de los que ves imposible encontrar una salida. Y te pasas los días como una zombie emocional debatiéndote en si deberías o no dejarlo ir, porque a pesar de tener roto el corazón, quieres seguir intentándolo con todas tus ganas.

Hasta que un día entiendes que simplemente tienes que dejarlo ir, porque las mentiras que te contabas antes de ir a dormir ya no funcionarán nunca más. No puedes acallar la voz de tu conciencia, que ha pasado a gritarte a pleno pulmón que tienes que marcharte. Tú y tu corazón. Por mucho que duela.

Pero la vida es caprichosa y a veces llegan personas que sí merecen la risa. Alguien que se presenta en cualquier forma y de la manera más inesperada posible, pero que te sonríe y te enciende una pequeña red de bombillitas luminosas en tu interior, que brillan más que mil ciudades juntas. No sabes cómo ni por qué, pero de repente entiendes que todo va a ir bien, que no será fácil, pero que lo vas a conseguir, que juntos podéis lograrlo. Puede que las heridas del pasado no dejen de doler en mucho tiempo, pero ahora has encontrado una razón, un motor para seguir adelante.