Un día mi abuela empezó a hacer las maletas, parecía muy contenta porque, por fin, volvía a su casa. Metió todas sus pertenencias en su maleta favorita, un gran bolso de cuero negro. Durante horas, estuvo rodeada de cajas, de ropa y trastos que no servían para nada. Cuando terminó, ya era muy tarde, casi de madrugada pero a ella le daba igual: el esfuerzo merecía la pena. Esta historia no tendría nada de particular, si no fuese porque la casa a la que quería ir, era exactamente la misma en la que ya estaba. No existía otra casa a la que volver. Pero en su cabeza había un lugar mejor, un sitio al que poder ir por muy tarde que sea, incluso a las 12 de la noche de un lunes cualquiera.

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Mentiría si dijese que ésta era la primera vez que la memoria de mi abuela daba señales de que algo no iba bien. Un mes después de Navidad y al terminar una comida familiar, mi abuela empezó a contar historias de su juventud y lo hacía con todo detalle, se reía cuando recordaba algunas anécdotas y lloraba con otras. Hablaba de lugares y personas que no conozco pero sus descripciones eran tan exactas que no me costaba trabajo recrear aquel universo en mi cabeza. Mostraba tanta nitidez en esos momentos que cuando horas más tarde me preguntó, muy aturdida, si habíamos comido, no le di importancia. Pensé que sólo era un despiste, nada serio.

Hace unos cuantos meses, leí un artículo firmado por Quique Peinado, periodista y colaborador de programas de televisión, que definía a su familia como los ‘Kennedy del cáncer’. Esta frase tan cruda y real aparecía en un artículo sincero y sin victimismos sobre la historia de su familia. De alguna manera me sentí identificada con esa frase, aunque sólo un poco. En mi familia también aprendimos lo que era el cáncer: cómo eran los ciclos de quimioterapia, las operaciones y las recuperaciones, también conocimos esas situaciones en las que el paciente no se recupera nunca. Eso era lo ‘nuestro’. Algo nuestro que no nos gustaba pero algo que conocíamos, al fin y al cabo. Ahora también conocemos lo que es el Alzheimer, una enfermedad que no sabemos ni pronunciar.

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Un médico nos dijo que esa obsesión que tenía mi abuela por esconder ropa en sitios cada vez más extraños y esos ‘despistes’ eran, en realidad, consecuencia del Alzheimer. En ese momento, muy decidida, busqué qué quería decir aquello del ‘alzheimer’. Google me dio respuestas y descubrí que había más madres, hermanas y abuelas que también querían volver a su casa, que también estaban haciendo maletas en otras ciudades y en otras familias para, finalmente, no ir a ninguna parte.

Con las enfermedades pasa lo mismo que con las muertes, importan si están cerca. Si alguien muere en tu ciudad te afecta más que si muere en países lejanos de nombres impronunciables. Pero sólo nos afecta porque pensamos que nos pudo tocar a nosotros y, ¡qué suerte nos hemos librado! Nos acordamos del día del cáncer, del alzheimer y de otras enfermedades por televisión. En las noticias escuchamos que es el día de la esclerosis múltiple pero no es algo que vayamos a apuntar en el calendario. Es cierto que nos da pena pero la tristeza acaba cuando empiezan los anuncios, los deportes o el tiempo.

En poco menos de tres semanas, mi abuela ha pasado de mantener una conversación fluida y con sentido a no saber dónde está. Su cabeza es una madeja muy enrollada y ya no se puede tirar de ningún hilo para poder desenmarañarla. En algún lugar escondido, quedaron nuestras discusiones de cuando era niña, porque si algo hacíamos en aquella época, era discutir. Los llantos incontrolados que salían de mi boca a las dos en punto del mediodía, tenían siempre el mismo motivo: comía poco y mal. Mi abuela tenía la manía de hacerme comida sana, caldos y verduras hervidas, cuando yo lo único que quería era un poco de chocolate. No penséis que mi abuela se quedaba de brazos cruzados, ella lo intentaba todo, incluso colocar aquellos caldos verdosos en un plato de Pluto, mi favorito. Pero de ninguna manera lograba que me tragase aquello que en sus palabras ‘me ayudaría a crecer más’. Como toda niña consentida, lloraba hasta cansarme. Pero mi abuela tenía un castigo infalible, una estrategia que usaba para todo y con todos sus nietos: amenazaba con marcharse de casa. Antes de cruzar la puerta, todos claudicaban y, llorosos, pedían perdón. Lo que funcionaba con todos, no funcionaba conmigo, repito; era una niña consentida. Mi abuela se marchaba de casa, se sentaba en las escaleras y esperaba pacientemente a que fuese a pedirle perdón. Pero eso no sucedía nunca.

Hoy fui a ver a mi abuela y la encontré acurrucada en el sofá. En un primer momento, pensé que no me reconocía porque, cuando me senté a su lado, parecía un poco confusa. Pero al rato empezó a hablar. Hablamos de las plantas, del clima y de que tenía que comer más. Pasó el tiempo y me dijo que estaba muy cansada y que quería marcharse a su habitación. En ese momento, se acercó un familiar y le preguntó qué tal estaba. Mi abuela le dijo que estaba triste porque su nieta le había prometido que iría a visitarla y no había aparecido en toda la tarde. Del mismo modo que ya no sabía que su casa era aquella, tampoco sabía que aquella que estaba a su lado, hablando de geranios, era su nieta. Le expliqué como pude quien era y que no tenía que esperar más porque ya estaba allí. Después de la explicación, mi abuela parecía más contenta. Todo lo contrario que me pasaba a mí. Pero tengo suerte porque hay algo que aún recuerda con nitidez: todas las discusiones que se producían irremediablemente a las dos en punto del mediodía por culpa de unos caldos verdosos. Parece que por una vez, ser tan caprichosa me ha servido de algo.