Estar gorda es un coñazo por muchos motivos (y ya se ha hablado de casi todos en WeLoversize de mis amores): la presión social, la dificultad en encontrar ropa de tu talla, los chicos, el tema de la salud… y blablabla. Pero todo esto no hace más que empeorar cuando tu madre (principal modelo femenino de tu vida) ha firmado un pacto con el diablo y, pese a pasar de los 60, la tía zorra (¡te quiero mami!) está cañón. Sí amichis, mi madre es tan divina como la Preysler, pero sin ningún retoque de cirugía estética y sin miles de euros invertidos en su imagen, lo que tiene todavía más mérito. Además mi madre, que yo sepa, es humana y no podría asegurar lo mismo de Isabelísima que seguro que ha nacido de un huevo porque no es natural conservar esos pómulos a su edad por muy filipina que sea. Y yo, lejos de ser una Tamara Falcó de la vida (no, no he sentido ninguna llamada espiritual hasta el momento), soy una albondiguilla con un metabolismo un poquito hijoputa.

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Las comparaciones son odiosas pero claro, imaginad a una adolescente atormentada (con un puntito darks -más interior que exterior-) y rechoncha, enfadada con el universo y, sobre todo, con la genética; suspirando por robarle esa falda de ante maravillosa a su madre y teniendo que conformarse con heredar los jerseys de cachemira viejos de su padre (que ni tan mal, oigan). Pues esa mocosa era yo y durante años ha sido una especie de tortura personal: «¡Oh! mundo cruel… ¿por qué me has hecho a imagen y semejanza de mi señor padre?» (¡papi, a ti también te quiero!). Siempre he pensado que todo respondía a una conspiración cósmica y durante años me sentí muy infeliz comparando mi cuerpo con el de mi madre todo el rato. Enfermizo, lo sé.

Tardé un tiempo en ser capaz de tomarme esta circunstancia con humor. Me ha tocado aguantar muchos «es igualita a tu marido» y otros tantos «Romerita» (que no «ramerita»… ¡chispúm!) de personas que eran capaces de reconocerme con solo fijarse en mis facciones (labio gordito, cejas pobladas y rasgos redondeados). Llegó un punto en el que decidí empezar a reír y admitir que la genética me había jugado una mala pasada pero que, evidentemente, no se acababa el mundo y que, gracias esa pequeña circunstancia, había desarrollado unos mecanismos sociales y personales tremendos. Porque sí, amigos, ser gorda imprime carácter y esto no tiene nada que ver con el falso mito de la «gordita feliz» que tanto daño ha hecho.

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Angelina también es igual a su padre, pero no creo que suponga un trauma para ella.

Después de años asumiendo lo caprichosos que son los genes, lo realmente chungo viene cuando tu estupendísima madre, con su talla 38-40 (según la tienda), te dice cosas como: «estoy gorda», «mira que barriga» o el definitivo «tengo que adelgazar» con carita de drama. La miras de arriba a abajo, algo ofendida y, antes de que te entre la risa, no puedes evitar sentir cierta compasión por tu progenitora y por ese pequeño michelín que le ha salido en el vientre como efecto de la malvada menopausia. Es entonces cuando te das cuenta de que todo el mundo tiene sus miserias y debilidades, hasta Isabel Preysler.

La moraleja de todo esto es simple: aunque en el momento nos parezca un drama, aprender a gestionar las frustraciones desde pequeñas a la larga es muy positivo. La vida está llena de complicaciones y ser capaces de despojarnos de complejos estúpidos nos convierte en personas más libres y completas.