Se habla mucho de cómo es muy difícil que la sociedad deje que te sientas bien con tu cuerpo. Si ya es suficientemente duro sentirte bien cuando tienes unos kilos de más (y va aumentando la dificultad con los kilos, normalmente), cuando por fin lo consigues tienes otra lucha más: no dejarte afectar por cómo se sientan los demás respecto a tu cuerpo. Interiorizar que no tienen derecho a opinar, que no te debe importar su opinión.

Tengo casi 22 años, mido 1.69 y peso 82 kilos. Otro dato importante es que soy una chica bastante grande, tengo las caderas muy anchas y los hombros también. Y digo que es importante porque mucha gente parece obviar la constitución de la persona y fijarse sólo en las cifras. Tengo familiares que estoy convencida de que si me imaginan adelgazando no me imaginan estando más delgada, sino ENCOGIENDO. Como cuando reduces una imagen en el paint. Y quiero decir desde aquí que, señoras y señores, yo si adelgazo sí, tendré menos muslamen, menos culo y algo menos de barriguita. Pero voy a tener las mismas caderas y los mismos hombros. Y el mismo cabezón, heredado (por culpa) de mi papi.

Otra cosa a remarcar es que yo tengo la suerte (la grandísima suerte) de tener últimamente muy buena autoestima. Durante muchos años he tenido muchísimos complejos pero después de mucho trabajo personal, he conseguido verme estupenda con mi cuerpo. Y hay muchísima gente que me ve estupenda también.

Claro que tengo sobrepeso. Claro que no me quejaría si adelgazara unos kilos.

El caso, que me estoy desviando. Yo soy la típica niña que odia la verdura, y como estoy en Madrid estudiando y viviendo con mi hermana pequeña, llevaba unos meses comiendo fatal. Entre eso y que hace como dos años que no me hago unos análisis, decidí “Oye, me voy a ir al endocrino, que me dé consejos para una alimentación más saludable y de paso me haga unos análisis para ver de qué va todo”.

Así que allí me fui, con mi confianza y mi buen humor.

No se fijó mucho en mí nada más entrar.

Endocrino: ¿Y para qué viene usted aquí?

Yo: Porque como fatal, y quería alimentarme mejor. Y además hacerme unos análisis.

Endocrino: Y bajar unos kilitos, ¿no?

PRIMER WARNING.

Yo: Bueno, si se bajan, se bajan.

Procede entonces a pesarme. La báscula marca 82 kilos. He de decir que nunca había pesado tanto pero oye, que un número nuevo no va a hacer que yo me mire al espejo y me vea más gorda.

El “médico” (me niego a ponerle el calificativo en serio) empieza a repetir en bucle las palabras “82 kilos”, entre resoplidos.

A partir de ahí, de esa medida, empieza a mirarme como si mi propia grasa me fuera a autoengullir. Lo prometo.

Endocrino: ¿Cuánto mides?

Yo: 1.69.

Endocrino: (automáticamente) Tienes que bajar al menos 20 kilos.

¿Mande? ¿Sin hacerme análisis, sólo con mi altura y mi peso?

Yo: La verdad es que yo me siento muy bien con mi cuerpo. Estoy sana, voy al gimnasio casi todos los días…

Endocrino: Pero tienes que adelgazar MUCHO. Y verme cada quince días. ¿Tienes mucho apetito normalmente?

Yo: Bueno, generalmente sí.

Endocrino: Pues te voy a recetar unas pastillas para que te tomes cada mañana. Son para la Diabetes tipo 2 pero da igual. Te quitan el apetito y un poco de grasa abdominal.

Ese hombre no sabía cómo tenía yo los riñones, ni el nivel de glucosa… y me receta un medicamento para la Diabetes tipo 2 (que yo no tengo) porque el principal efecto secundario es la pérdida de hambre. Para que deje de comer tanto. Porque como peso 82 kilos estoy tan gorda que tengo que dejar de comer.

Me fui de allí con los ojos como platos.

Y decidí pedir una segunda opinión. Pedí cita, para la semana siguiente, con otro endocrino de otro hospital.

Cuando entro, tiene dos estudiantes en prácticas con él. Es otro señor mayor. Me siento, le digo lo que me ha pasado con el otro “médico” y lo primero que dice es que él no recomienda esas pastillas. Me pregunta cuánto peso, cuánto mido, y este por lo menos también pregunta por la constitución de mi familia, si ese peso es el normal en mí… etc.

Su conclusión: “Te sobran 8 o 9 kilos”.

OJO AL DATO. MENOS DE LA MITAD DE LO QUE DECÍA EL OTRO MÉDICO. 11 O 12 KILOS DE DIFERENCIA. Dos “médicos” que han estudiado supuestamente lo mismo y se dedican a lo mismo probablemente desde el mismo número de años.

Le bromeo sobre que no me gusta la verdura.

Endocrino: Siendo de Galicia ¿cómo no te gusta? Con la buena verdura que hay allí.

Yo: También dicen que hay una coca de puta madre y aún no me he metido nada nunca.

Los dos estudiantes se ríen y el “médico” al final también.

Todo bien hasta que intenta venderme un tratamiento de esos que son de farmacia, te cuestan 10 euros al día y que son milagrosos. Le hago ver que soy estudiante, no tengo 300 euros extras al mes para gastarme en esos productos.

Para intentar convencerme, supongo, me dice que así de paso adelgazo un poco la cara.

Yo: ¿La cara? Si soy así de cabezona, no hay nada que hacer.

Endocrino: Sí, te lo digo yo que tengo mucha experiencia. Así te queda más estética.

¿Más estética? ¿Me está llamando fea a la cara?

Yo: Debería ver usted el cabezón que tiene mi padre…

Sigue en sus trece y cuando le pido una dieta normal, me la da asegurando que “no va a funcionar”.

Me voy de allí decidida a no volver a un endocrino nunca más.

Creo que las razones son evidentes.

Llamo a mi madre: Mamá, que me estaba preocupando por lo que no debería. Yo pensando que todo iba bien y resulta que tengo la cara gorda.

Lo bueno es que puedo tomármelo con humor. Lo bueno es que me da igual. Lo malo es que llega a ir allí una niña de 13 años con más sobrepeso, o cualquier persona que no tenga una autoestima de hierro como por suerte tengo yo, y en diez minutos la tienen en el baño vomitando.

No me jode que me lo hayan hecho a mí, me jode que vayan a destruir a más personas. Me jode que si va mi hermana pequeña, la hunden.

Autor: Cristina Prieto