A veces el silencio es un gesto de complicidad. Una mirada acompasada, un gesto de cariño cuando no hacen falta las palabras. Ese silencio que une, que llena, que calma. Otras veces el silencio se convierte en un arma arrojadiza que desgarra.

Castigar con el silencio puede doler más que con palabras.

Las personas necesitamos contacto y cariño, ya sea de nuestra pareja, familia, amigos o incluso a veces de un desconocido, y la forma más básica de relacionarnos e intimar es a través de la palabra. Hablamos, algunos más que otros, y muchas veces entre toda esa vorágine de sonidos, acaba significando más lo que callamos que lo que decimos.

Castigar con silencio e ignorar a una persona es una forma de invisibilizarla, dejándola sin el cariño y el contacto que necesita y merece. Por supuesto, muchas personas utilizan el silencio para reflexionar tras una discusión y calmarse, pero no son ni de lejos la mayoría.

Acostumbramos a callar como castigo, esperando que la otra persona adivine lo que pasa por nuestra cabeza. El problema es que el silencio es un vacío que puede interpretarse de muchas formas, y como nadie lee la mente, no adivinarán por ciencia infusa lo que pasa por la tuya. Poco vas a resolver si no te abres y compartes tus pensamientos. Además, el silencio descompensa las relaciones porque deja a la otra persona en una situación de vulnerabilidad, sin opción a argumentar y sintiéndose angustiada, incomprendida y culpable.

El silencio duele, a veces más que las palabras, y es algo que solo comprenden las personas que alguna vez en su vida han sido castigadas con esta arma. Duele porque te sientes culpable, porque te sientes inútil y mala persona, porque te sientes sola.

El silencio cosifica.

Esta actitud pasivo-agresiva tan arraigada en la sociedad no solo no resuelve los problemas, sino que los empeora, y lo más peligroso de todo es que es altamente contagiosa. Las personas aprendemos a gestionar los conflictos desde pequeños; si en nuestro hogar se grita, es probable que interioricemos esa conducta hasta el punto de gritar en un futuro cuando se produzca una discusión. Lo mismo sucede con el silencio.

Al fin y al cabo, son las dos caras de una misma moneda, y no hace falta ir al seno de una relación amorosa disfuncional para verlo porque nos podemos encontrar estas dinámicas en familias, grupos de amigos, compañeros de trabajo, etc.

Cuando uno se calla para castigar al otro, en el fondo quiere que sufra, aunque sea solo un poco. Podemos pintarlo de colorines e incluso decir que con nuestro silencio intentamos fomentar su reflexión, pero no es así. Buscamos manipular y hacer daño. “Me callo para que aprenda… Ya verás como ahora se da cuenta de que la ha cagado”, y bajo esa creencia enmudecemos hasta que la otra persona cede, y cede no porque no tenga razón sino para complacernos y que volvamos a dirigirle la palabra. Eso, a fin de cuentas, es una relación dependiente.

Cuando el silencio se convierte en la dinámica de una relación, es signo de toxicidad.

Calla para no hacer daño, no para causarlo. Muchas veces tendrás que plantar cara al desafío de expresar tus sentimientos sin hacer daño a la otra persona, y si bien la salida fácil es hacer voto de silencio, eso solo servirá para que ceda, aunque el conflicto permanezca, y lo que antes era un grano de arena se acabará convirtiendo en una montaña.

La resolución de conflictos es fundamental para nuestro crecimiento personal y para nuestro bienestar social, sobre todo si se adopta una perspectiva sana, asertiva y positiva. Si quieres aprender a gestionar los problemas de forma constructiva, puedes leer los artículos “cómo discutir sin enfadarse” y “críticas destructivas y constructivas, una guía práctica”.

@ManriMandarina