Así de indignado se levantaba hoy mi hijo. Me ha llamado desde su habitación, me ha preguntado si ya era de día para poder levantarse, si la Luna ya no estaba en el cielo. Al decirle que no a esto último, me ha preguntado si la habían robado. «No, mi amor, la Luna se va cuando se hace de día, se esconde hasta la noche», pero mi pequeño mosquetero de tres años se ha quedado pensando en lo suyo, cuando me ha soltado la frase con la que empezaba éste post.

Gonzalo siempre ha sido un niño muy lunático, o lunero, llamadlo como queráis. Desde que tiene uso de sus facultades mentales, ha buscado cada noche a su amiga en el firmamento. Sí, nuestro pálido satélite es «su amiga». Le encanta ir corriendo hasta la terraza, meneando ése culín tan adorable (y cuando llevaba pañales, ni os cuento las risas con ese sonido tan característico), chupete en boca, y señalar al cielo como si acabase de descubrir un tesoro para él. Y allí está ella: tan sola, aislada de la vida diurna, aliada de nuestros sueños, grande, brillante, sucia…

Eso es cosa de mi peque que, cuando la observamos a través de un telescopio, además de flipar embobado, me dice que hay que limpiarla, que tiene porquería. Yo le explico, a su manera, que ella no brilla por sí misma, que la luz de la Luna es la del Sol, que se la presta por la noche para que la veamos. Pero a él le da igual, porque por muy sucia que esté, por mucho que su madre parezca quitarle méritos, él la busca entre los edificios en las noches de verano. Y no es egoísta, no quiere admirarla solo, porque una vez localizado el astro lunar en el cielo oscuro, nos llama la atención a cuantos podamos escucharle para que miremos hacia arriba y nos paremos a pensar, como adultos que somos, y aunque sólo sea por un momento, en lo bonita que es.

Aunque ya lo decía Lorca: «Ay Luna, Luna, si vinieran los gitanos, harían con tu corazón collares y anillos blancos…». No, no nos pueden robar la Luna.

Rebeca Alcántara