No soy gorda. Creo que nunca lo he sido. ¿Es más, desde cuántos kilos empezamos a considerarnos gordas?

Joder, qué pregunta existencial. Pues nada. Yo no lo soy. Pero llevo toda mi puta vida a dieta. Y haciendo deporte. Igual es por eso, que no peso más. Pero siempre he tenido que “cuidarme” (pongo eso entre comillas, porque cuidarse no es sinónimo de no engordar… puedes cuidarte y aún así no perder peso, se me entiende, ¿no?)

Soy una tía jaquetona, de huesos anchos como dice la gente… tengo las espaldas grandes, soy voluptuosa, siempre hice deporte como digo y las carnes que tengo, las tengo apretás, como decimos en mi tierra.

No me quejo, nunca lo hice por no usar jamás una 36 (pufff, ni falta que me hace, además, mi envergadura no lo permite, sería un adefesio). La 38 está bien, genial. Pero con la 40 voy estupenda y punto. Yo estoy super contenta con mi cuerpo, con mi cintura ancha, mis brazacos y mis muslitos que me rozan en la playa (nunca doy paseos por la arena, porque acaba en tortura). Pero como digo, siempre he tenido que tirar de dieta. Porque claro, no lo había dicho: me encanta comer y beber. Comería tres veces más de lo que como. Y además tengo poquísima voluntad. Lo único que me interesa en la vida es ser feliz. Y comer me da más felicidad que verme “más delgada”.

De pequeña mi padre me llamaba “Pepa la gorda”, porque comía todo lo que me echaran… pero como no paraba nunca fui extremadamente gorda. En la Comunión casi no entraba en el vestido de mi hermana, que repetí, por supuesto, pa qué comprar otro… recuerdo que las mangas se me clavaban en los brazos… Tenía la cabeza llena de rizos a lo afro y estaba mellada de los cuatro dientes frontales. Prezioza.

Con la adolescencia llegó mi época de deporte a saco. Jugaba al fútbol y era portera de hockey, con lo que estaba musculosa y no tenía una pizca de grasa. Pero es verdad que mi trapecio era descomunal. Ojo, estaba guapa ¿eh?

Y luego entre el Instituto y la carrera, mi hermana y yo nos enfrascamos en el mundo del pollo a la plancha, la lechuga aliñada con limón, las judías verdes, el pescado blanco, la tortilla de espinacas… hacíamos dieta y de verdad nos venía bien porque tendemos a engordar. Comíamos mejor que mis padres incluso (mi madre siempre ha sido delgadísima la tía y no le gusta nada cocinar, y mucho menos comer…)

En fin que hasta aquí (los 35 años), así es mi vida. Nada de chocolate en el frigo, ni helados, ni patatas fritas en la despensa. Nada de pizzas por las noches, nada de zumos, batidos, nada de nocilla… no comer con pan. No comer frutos secos. Botellas de agua de litro y medio a todas partes. La fruta antes de comer. Intentar no picar entre horas. Prohibidas las salsas. Mucha plancha y nada de fritos. Nada de caprichos. Nada de saltarse nada. Sin mucho resultado y menos voluntad aún.

Y muchas no daréis crédito, porque yo sólo necesito perder 5 kilos y no lo consigo… pero mi vida es también una vida a dieta, como la de las que tienen que perder 25 kilos. Para que mi ropa me esté bien. Para poder estar tranquila (tampoco querría adelgazar dos tallas y que no me estuviera bien nada de mi extenso armario).

He empezado la dieta proteica, tipo Dukan. Perdí, sí, se me notó en seguida, estuve bien un tiempo. Comía huevos, pescados, latas de atún, pavo y pollo, yogures… perdí las ganas de comer frutas y verduras (que me encantan, porque me encanta comer, de todo, hasta las acelgas, no lo olvidéis), pero luego noté el efecto rebote y en cuanto mi vida volvió a ser caótica, en cuanto volví a mis malos horarios, recuperé los kilos perdidos y alguno más.

He empezado el pollo-piña. Una semana absurda en la que lo que pierdes es agua. Absurda, porque a la semana siguiente vuelves a estar igual.

Captura de pantalla 2015-10-11 a las 0.20.27He empezado mil veces las dietas de endocrino. He durado poco. Porque no notas los resultados hasta mucho tiempo después y me desespera hacer lo que en realidad siempre hago (plancha, no picar, los dos litros de agua, piña y manzanas, verduras permitidas, merluza y nada de hidratos). O sea, lo que llevo intentando hacer toda la vida.

He empezado la dieta de osteopatía. Me quitaron la cebada y el trigo durante un tiempo. Y perdí. Es verdad que solo compré pan de centeno y dejé la cerveza. Joder, claro que lo noté. Pero pronto fui a Italia y le dieron por saco al osteópata.

También he empezado la de los puntos, pero soy super mala para contar y he decidido pasar.

Me he gastado la pasta en hacerme un test de intolerancia de esos para ver si por ejemplo el pollo a mi me engorda (conozco a un chico que perdió kilazos porque le engordaba el pollo) y resulta que sólo me salió que dejara un tiempo la lechuga… ¡la lechuga! Coño, y del resto todo, absolutamente todo lo podía comer sin problemas.

He empezado la de “ceno fruta”, pero no puedo soportar irme a la cama sin comer algo salado. Es superior a mis fuerzas. Así que a las 2 de la mañana me levantaba a zampar tostas con jamón cocido.

Y no, no he probado las milongas que quitan el apetito, tipo acupuntura, preparados de farmacia o mierdas de esas, porque yo no quiero que el apetito se me quite. Porque me gusta comer. Porque me gusta la parafernalia de comprar, pensar, cocinar, oler, degustar… sí me encanta estar en una cocina y ante un plato. Por eso no he probado los batidos sustitutivos ni las barritas de astronauta que suplen comidas. Ni de coña.

Y ya no sé qué más probar. No sé si existe alguna dieta en la que puedo seguir tomando gin tonics, croquetas, ensaladilla rusa y donetes. Porque este es mi problema: que la diferencia de una persona (aún) no gorda y una persona gorda es que la primera tiene excusas para todo. “Bah, no me hace tanto daño comerme esta pizza hoy. No necesito perder tanto, así que tengo margen. Puedo tomarme esta cervecita, ya lo perderé”. Soy un pozo sin fondo de despropósitos. En cuanto pierdo algo me vengo arriba. Me veo cinturita y de pronto como, como como una loca. Me zampo unas palomitas de microondas para celebrarlo y compro cerveza de lata grande.

En fin, un desastre soy… Por eso quería contaros estas cosas, porque muchas veces os leo a algunas y podéis incluso pensar al verme que todo es sencillo para mi, que soy frívola o simplemente gilipollas, porque el Dios que reparte los kilos en este mundo se portó bien conmigo y me dio un cuerpo grandote pero llevadero. Pero de verdad quiero deciros que sé que no somos tan diferentes. Que nos preocupan las mismas cosas… que no os dejéis llevar por la apariencia (más delgada) de muchas chicas que tenéis alrededor que también están luchando a su modo por compaginar su amor a la comida con su figura y su armario. No, no digamos que somos diferentes, no lo penséis… Tal vez la diferencia sea un número de kilos, pero de verdad os lo digo. Todas estamos juntas en esto. Todas. Las de la talla 52, las de la 48 y por qué no, también las de la 40.