Hace tiempo leí una historia increíble en el maravilloso libro Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes y hoy Carme Chaparro me la ha recordado en su último libro Calladita estás más guapa. Resulta que, hace mil quinientos años antes de Cristo, Hatshepsut subió al trono y se convirtió en la primera faraona de Egipto. A pesar de ser nombrada como Príncipe Heredero (no existía el título en femenino) por su padre, fue obligada a casarse con su hermanastro y, para reinar, tuvo que pasarse años consiguiendo aliados e incluso llevar a cabo un golpe de estado.

Hatshepsut sabía que su posición como faraona estaba en peligro (no solo por ser mujer, sino también por las formas poco convencionales por las cuales había conseguido su trono). Por tanto, hizo lo que tantos otros líderes han intentado en tiempos de crisis: se reinventó a sí misma. Así, insistió que la esculpieran con la barba postiza de los faraones, se empezó a vestir como un hombre y se denominó rey (y no reina). 

Lo cierto es que Hatshepsut construyó algunos de los monumentos más impresionantes de Egipto, como por ejemplo, el templo de Deir el-Bahri, considerado como una de las grandes maravillas del mundo antiguo y tuvo, además, uno de los reinados más largos y pacíficos, dando a los egipcios veinticinco años de prosperidad.

¿Queréis saber qué pasó tras su muerte? Pues bien. Ordenaron aniquilar sus estatuas e intentaron borrar, con un éxito considerable, su nombre de la Historia. Los faraones que gobernaron después de ella no querían que otras mujeres la tomaran como un ejemplo a seguir y creyeran que podían tomar las riendas de su vida e incluso ser faraonas. Así, si no la veían, era más difícil que otras mujeres trataran de imitarla.

¿Os suena esta historia? Ya no vivimos en el antiguo Egipto y, sin embargo, al leer sobre Hatshepsut, no pude evitar pensar en los referentes que he tenido cuando era una niña. En el colegio, mis libros de texto estaban llenos de referencias a hombres, mientras que los temas relativos a las mujeres solían aparecer en anexos o apéndices, con suerte. Además, la gran mayoría de veces en las que aparecía una mujer, era para hablar de sus relaciones con hombres y muy pocas veces aparecían para hablar de temas conectados a intereses y experiencias de las mujeres. De hecho, un estudio realizado por Judit Gutiérrez Sánchez, historiadora feminista, indica que las mujeres en solitario llegan a alcanzar, como mucho, un 16,3% de presencia en los libros de texto, frente a un 83,7% de representación masculina. ¿Cómo pueden explicarse porcentajes tan bajos cuando la ciencia ha demostrado que en cualquier civilización las mujeres suelen ser más numerosas que los hombres?

Por no estar, no estamos ni en el callejero. Por ejemplo, de las más de 9.000 calles de Madrid, solo el 21% de las dedicadas a personas tienen nombre de mujer. Y de estas, el 83% de las mujeres que aparecen son santas, vírgenes o nuestras señoras.

¿Cómo vamos a conseguir que nuestras niñas tengan referentes femeninos a los que parecerse si somos invisibles? ¿Si la mayoría de veces que salimos en los libros de texto es para hablar de cómo ayudamos a los hombres a alcanzar sus metas o si las únicas mujeres famosas que van conociendo son santas y vírgenes? ¿Dónde están las doctoras, las científicas, las escritoras o las políticas, entre otras? Tenemos que empezar a alzar la voz, darle a nuestras niñas la ambición de poder hacer todo lo que se propongan, contarles historias de mujeres resilientes porque, si no las ven, si no ocupamos un espacio en sus vidas, no querrán ser como ellas.