Nunca, ni por un solo instante, me imaginé que no estarías conmigo el día de mi boda. En realidad nunca, ni por un solo instante, imaginé que no estarías conmigo en algún momento de mi vida. No me diste tiempo de saber que te irías, de imaginar cómo serían las cosas en adelante, de prepararme para mis próximos cumpleaños, mis próximas navidades, mis próximos días del padre, mi boda sin ti.

De hecho, nunca imaginé cómo sería el día de mi boda, pues nunca supe si me casaría, y si así fuera, no tenía idea si sería en invierno o verano, de día o de noche, si se celebraría  en Lima o en cualquier lugar del mundo. Quizás lo único que siempre tuve claro es que si me casaba, serías tu quien iría de mi brazo por esa alfombra roja y me dejaría en el altar.

Y no será así.

Llevo muchos de estos últimos días y noches imaginando despierta como sería ese momento. Pero sobre todo, me invaden imágenes tan nítidas – casi siento que las toco – de cómo sería el momento en que me vieras por primera vez, vestida de blanco, antes de partir a la iglesia. Ese encuentro tan íntimo de padre e hija, ese instante en que tú asimilarías realmente – y quizás por primera vez – que es cierto, que me voy a casar.

Te imagino mirándome fíjamente, a veces sonriente, a veces con lágrimas en los ojos, a veces con la mirada esquiva. Luego te imagino acercándote a mí, a veces tomando mis manos entre las tuyas, a veces abrazándome, a veces pellizcando mis cachetes o mi nariz.

Y muchas veces te imagino frente a mí, poniendo tus manos en tu cintura, y burlándote de mí: «yo nuuuunca voy a meter la cabeza debajo del agua. Nunca jamás.» Tu forma de decirme que me recuerdas así, tan niña y tan tuya.

Faltan poco menos de dos meses para mi boda y aún me cuesta procesar tantas emociones juntas. Me paso los días llenándome de labores, diseñando, pintando, comprando, completando marcos con fotos en las que también apareces tú. Me cuesta asimilar que todas esas imágenes que parecen tan reales, no lo son, y que nunca sabré ciertamente como hubiera sido aquel primer encuentro solo de los dos.

No puedo cambiar la realidad. Sólo puedo consolarme pensando lo difícil que hubiera sido para ti mi partida. En mis recuerdos no existe más el hombre duro e impenetrable que eras en mi niñez, sino solo el papá que se echaba conmigo en las mañanas porque tenía «fojera de ir a trabajar». Y bajo esa premisa, me consuela saber que nunca tuviste que sentir el dolor que hubiera causado en ti el saber que me mudaba a Barcelona, y a cambio de eso asumo el dolor que causa en mi saber que no estarás ahí conmigo, que no serás tú quien me entregará a mi futuro esposo

Jamás olvido la frase que más de una vez me dijiste: eres la alegría de esta casa. Y jamás olvido que, en contrapeso, siempre fuiste mi calma cuando las cosas se complicaban, cuando me estresaba y me agobiaba. Creo que tú mismo, sabiendo cuanta falta iba a hacerme esa tranquilidad que me dabas, esa sensación de que «todo iba a estar bien», me enviaste un hombre como mi novio, con exactamente esa misma capacidad de calmar mis ansias, de sosegarme, de permitirme respirar.

Sé que tu estuviste detrás de todo esto. Gracias papito.

Katia Torres