Cuando me empecé a interesar por los chicos me inventé un término chachi guay para sentirme cultureta y, de paso, explicar por qué mis amigos de la infancia me atraían cero. Eran guapetes, buena gente y, en su gran mayoría, heterosexuales, pero qué queréis que os diga, no me ponían las hormonas a bailar sevillanas.

Un día estaba buscando un buen video porno navegando por la red y descubrí que el “incesto amistoso” era algo real. Científicos del mundo entero, cansados de poner cara de chupar un limón cuando les decían “¿sois amigos desde siempre y nunca os habéis acostado?”, han puesto nombre a este curioso fenómeno sexual.

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Expectativa
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Realidad

¿Qué es el efecto Westermarck?

Se trata de un fenómeno psicológico hipotético según el cual estamos predispuestas a no sentir deseo sexual hacia las personas con las que convivimos de forma continuada durante la primera infancia, al margen del parentesco familiar.

Aunque a primera vista tenga ciertos aires freudianos, es un fenómeno contrario a las explicaciones del señor Sigmund Freud, defensor a ultranza de que la atracción sexual entre miembros de la familia era algo normal, lo que hacía necesario que la sociedad crease el tabú del incesto. Vamos, que cuanto más primo más me arrimo. En cambio, Edvard Westermarck –también conocido como “el hombre al que sus amigas no se la ponían dura”–, pensaba que los tabúes aparecían de forma natural fruto de actitudes innatas.

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Cada pequeño rincón del planeta cuenta con sus propios tabúes, y da la casualidad de que algunos son compartidos socialmente por razones como la moral o la religión de cada cultura. Tabúes como el canibalismo o el asesinato tienen una justificación obvia, evitar la violencia y mantener el orden social. Pero, ¿qué pasa con el incesto? Este tabú es, probablemente, el más conocido. Autor de mitos, leyendas e historias que han atacado hasta a la realeza (cómo olvidarnos del maravilloso Carlos II, que salió a media cocción porque sus padres eran muy fans de la “endogamia”).

Algunas teorías sobre este fenómeno han propuesto que evitar el incesto es, simple y llanamente, selección natural. Llevamos en los genes un mecanismo que nos impide mirarle el culo a nuestros padres/hermanos/tíos/primos en la cena de nochevieja para evitar los problemas de salud de la posible descendencia –y en mi caso, la humillación que supondría para el churumbel apellidarse Pinilla Pinilla–. La teoría de Westermarck defiende que evitamos las relaciones entre familiares cercanos porque: 1) lo llevamos en los genes, y 2) así lo hemos aprendido.

Oye tía, que te vas por las ramas. Yo venía aquí para saber por qué no me pone mi amigo Alejandro.

Peeeeeerdón. Me centro.

Como no hay ningún cartel luminoso que nos haga reconocer a nuestros familiares a simple vista, acabamos tirando de estadística para crear ese mecanismo de aversión sexual entre familiares. Durante la tierna infancia, las personas a las que vemos frecuentemente y dentro de nuestro entorno, tienen más papeletas de estar emparentadas. Por lo tanto, la proximidad durante los primeros años de vida, es el criterio básico y fundamental para suprimir la atracción sexual.

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Aunque algunos psicólogos y antropólogos han puesto la pierna encima de este fenómeno, las evidencias recogidas a lo largo de los años han hecho que levante cabeza. Estudios con amigos cercanos de la infancia, niños no emparentados pero criados juntos y hermanos con poca relación, hacen pensar que cuanto mayor es el vínculo, mayor es el rechazo hacia el incesto.

Solo se ha encontrado una manera de burlar al efecto Westermarck: que tu hermanastro sea Paul Rudd y tú protagonices una comedia adolescente –o una película porno, lo dejo a tu elección–.

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