Me considero una persona muy perfeccionista. Lo admito. Y si hay algo que no soporto es que las cosas no salgan como lo tengo planeado. De hecho, hasta hace poco tiempo me empeñaba en tener todo bajo control, planear las cosas yo sola y organizar hasta el más mínimo detalle. Tal era la obsesión que cuando por motivos externos a mí, algo salía mal, me culpaba constantemente y me comía la cabeza pensando qué podría haber hecho para evitarlo.

Es cierto que a la vez que esa obsesión era cada vez más grande, conseguía todos los objetivos que me proponía. Cosa que quería, cosa que conseguía, de la forma que yo quería y para cuándo yo quería. Sin embargo, eso me ha llevado en varias ocasiones a exigirme más de la cuenta, a vivir sin frenar. Creo que no sabía pisar el freno. Y no frenar en el momento adecuado te puede llevar a pasarlo realmente mal. La verdad es que pocas veces he sentido una presión tan fuerte como para hacerme un nudo en la garganta, notar presión en el pecho o incluso no dormir hasta que estás tan agotado que caes en tus sueños – o pesadillas – ya por necesidad estrictamente fisiológica.

En circunstancias normales sentía que mi cuerpo me avisaba haciéndome estar alerta y con cierto nerviosismo para no olvidarme de mi objetivo y esforzarme. Pero quiero remitirme a esas ocasiones en las que la urgencia por conseguir aquello que anhelaba me generaba tal presión que era incapaz de gestionar mis emociones, estaba irascible, el insomnio se apoderaba de mí cada noche y el miedo al fracaso, a las consecuencias que puede traer consigo, me machaca tanto mental como físicamente. Y lo peor de todo eso es que hasta que no te hundes o te chocas contra la pared con la palabra fracaso escrita y que te obliga a pararte en seco, no eres capaz de quitarte la venda que te impedía ver otras posibilidades. Esa presión te tiene tan ciego que no eres consciente de la realidad: TU FRACASO NO VA A ACABAR CON EL MUNDO.

Sé que puede sonar a tópico, pero es verdad, un fracaso nunca supondrá el fin, sólo un desvío en el camino. A veces no somos conscientes de que cada persona tiene sus limitaciones concretas y no conseguir algo no te hace un fracasado, simplemente necesitas algo más de tiempo. Y de eso te das cuenta cuando abres los ojos y lo ves desde otro punto de vista, que, por desgracia, sucede cuando estás en lo más profundo y ya no puedes arreglar nada, sino dejar que pase la tormenta, pararte, escuchar a tu cuerpo y observar tu mundo. Piensa quién eres, dónde estás, todo lo que ya has conseguido y a dónde quieres llegar. Entonces te darás cuenta de que ese fracaso no te hace peor que antes. Incluso ese posible miedo que te puede surgir a decepcionar a los que te rodean, de sentirte juzgado, desaparece. Porque tu círculo se pondrá de tu lado y te ayudará a seguir. Por eso es bueno que también cuentes con los que te rodean. Apóyate en ellos si lo necesitas, expresa tus emociones, no te guardes nada porque ellos serán otra visión fresca y diferente de la situación y un arma que calmará tu ansiedad y nerviosismo.

¿Cómo sé esto? Porque he tenido que aprender a fracasar a base de grandes fracasos. Me he permitido cometer errores y decirme a mí misma que no pasa nada, levantarme y buscar otra vía. Es difícil, no lo voy a negar, pero aprender a frenar ha potenciado mi capacidad de confiar en mi alrededor. He aprendido a dejarme escuchar, apoyándome en la ayuda de la gente que quiere estar conmigo y que no me mira con los ojos de una exigente como yo. Y os aseguro que la presión en el pecho desaparece y el nudo en la garganta se desata. Además, todo hay que decirlo, es probable que ese fracaso, si no te rindes y sigues luchando, te lleve a una victoria aún más dulce. Porque al igual que dicen “Cuánto más subes, mayor será la caída”, seamos positivos, que a la inversa también sucede.