Se ha usado como broma interna en infinidad de monólogos y chistes porque todos lo hemos vivido: no hay forma más rápida de hacer que una persona haga algo que empezar la frase con la pregunta:  ¿A que no hay huevos?

Parece algo casi inconsciente. Como  si al escuchar las palabras, nuestra parte más primitiva tomase el control  y perdiéramos por completo la racionalidad. Como si en ese momento nuestro yo del pasado, peludo, encorbado y en taparrabos, golpeara con todas sus fuerzas las paredes  de nuestro cerebro, enfurecido, mientras grita: ¡Pues claro que hay huevos! ¡No soy ningún gallina!  E inmediatamente nos lanzamos a la acción, aunque igual el reto ni siquiera nos interesaba lo más mínimo en un principio, solo para demostrar que no somos unos cobardes.

Y es que este juego, en apariencia inocente e incluso algo infantil, nunca pasa de moda porque se apoya en un miedo instintivo básico de todo ser humano: miedo a ser un cobarde o, en otras palabras, miedo a ser considerado débil.

En realidad tiene mucha lógica. Nuestros primeros antepasados vivían en constante alerta, amenazados a diario por el frío, el hambre y los animales salvajes, por lo que si eras la pieza débil y no conseguías seguir el ritmo podías poner en peligro al grupo y entonces corrías el riesgo de ser excluido de este para asegurar la supervivencia del resto.  Y aunque todo esto parece que nos queda ya muy lejos, este terror se ha adaptado perfectamente a la sociedad actual en forma de miedo a quedar excluído socialmente, a ser un marginado, a no encajar y, como resultado final, a la soledad.

Es por esta razón que ser un cobarde o alguien débil sigue dando tanto miedo y cuando alguien decide colocarnos el adjetivo encima no podemos evitar que nos escueza por dentro como si fuese lo peor que nos podrían decir. Y este dolor nos lleva a olvidar que el juego de «a que no hay huevos» debería quedar exclusivamente reservado para las despedidas de soltera y las noches de borrachera con los amigos, y terminamos diciéndonos a nosotros mismos cosas tan irracionales como estas:

  • Me voy a quedar en este trabajo aunque no me deja dormir por las noches y me crea un gran malestar. Porque tengo que aguantar. Porque no soy una cobarde.
  • Voy a ir a ese bar aunque sé que está mi ex y que yo todavía no he superado la ruptura. Porque tengo que aguantar. Porque no soy un cobarde.
  • Voy a seguir discutiendo con mi vecino aunque la discusión hace rato que dejó de llevar a ninguna parte y me está alterando. Voy a mantenerme firme hasta imponer mi razón… ¿Por qué? Porque tengo que aguantar. Porque hacer otra cosa sería de cobardes.

Y la parte más peligrosa de todo esto es que si seguimos en este juego tenemos todas las de perder, porque sin darnos cuenta y poco a poco dejaremos de vivir para nosotros y empezaremos a hacerlo exclusivamente para los demás.  Porque en realidad lo que nos da miedo no es ser un cobarde, sino que los demás piensen que lo somos.

Vale, pero entonces ¿qué es ser un cobarde? o…. ¿Qué es ser un valiente?  A estas alturas yo no tenía ni idea, así que decidí empezar a buscar definiciones de valentía, pero me di cuenta de que ninguna me convencía porque todas hablaban de ella como la «ausencia de miedo». Siempre he pensado que eso no tenía nada que ver con ser valiente. El miedo es necesario porque nos protege de potenciales peligros, y no sentirlo nunca no me parece que sea un signo de valentía, sino de inconsciencia absoluta.

Al final me crucé con una definición que recordé que ya había usado antes en otro artículo pero que hasta ese momento había olvidado. Era una de las primeras definiciones de la palabra «courage» (valentía en inglés) recogidas por un diccionario y decía lo siguiente: «Courage» del latín «Cor» (corazón) Contar la historia de quién eres con el corazón.»

Y entonces me di cuenta de que igual ser valiente no tenía nada que ver  con demostrar algo a los demás, hacernos los fuertes y mucho menos aguantar algo que nos hace infelices. Por el contrario, ser valiente había sido siempre algo muy sencillo y complicado a la vez que podía resumirse en una frase: «Ser uno mismo.»

Mis conclusiones después de mi breve investigación  fueron las siguientes: Ser valiente, en esencia, es ser uno mismo y vivir siendo fiel a esto. Ser valiente es mostrarse a los demás. Mostrarse débil y fuerte. Riendo, llorando, diciendo «te quiero», «perdóname» o «no lo he entendido». También es atreverse a parecer un cobarde ante los demás si en ese momento es lo que necesitamos y sobre todo es dejarse de juegos y vivir la vida que queremos vivir, decidiendo nosotros mismos las cosas por las que realmente vale la pena luchar.

Por eso, si en algún momento nos encontramos en pleno ojo del huracán, igual nos tocará pensar si ser valiente tiene algo que ver con mantenerse inmóvil en medio del caos, infeliz y agotado, o si se trata más bien de atreverse a salir de su centro y romper con el círculo. Alejarse de él hasta que sus destrozos ya no nos afecten, sabiendo que posiblemente esta decisión nos haga parecer cobardes a ojos de los demás, pero sin que eso detenga nuestra marcha.

Atrevernos a ser valientes para nosotros y no para los demás. Atrevernos a contar nuestra historia con el corazón… ¿A que no hay huevos?