Antes de nada me gustaría aclarar que no tengo nada en contra de las personas delgadas y, por supuesto, adoro a mis amigas por encima de todas las cosas. Pero los hechos son los hechos: cuando eres la más gorda de un grupo de amigas en el que todas son delgadas tu vida tiene momentos ligeramente complicados.

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Esto es así, señores. Qué le vamos a hacer.

A pesar de que estoy gorda la verdad es que me quiero, me quiero mucho. Me requetequiero, de hecho. Me ha costado conseguirlo, sí, pero cada día me miro al espejo y, donde antes habían lágrimas y malas caras, ahora hay sonrisas. Sé que aún me queda por mejorar y avanzar, que aún no soy todo lo perfecta que yo misma quiero ser; pero sé que he avanzado, que he caminado. Y eso, para mí, ya es más que suficiente.

Sin embargo, el problema llega cuando veo a mis amigas. Sí: mis amigas delgadas. Las veo llegar con sus modelitos que tanto favorecen a sus cuerpos ya de por sí favorecedores, las veo llevar un pantalón corto en verano sin ningún problema o vergüenza, las veo que se pueden poner esas botas de caña alta que tanto nos gustaron a todas cuando las vimos en la tienda. Veo que se ponen faldas sin medias sin preocuparse por las rozaduras posteriores, veo que en la playa pasean, saltan y juegan. Y son felices.

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Lo que deseas que les pase a tus amigas delgadas cuando se compran esa falda tan preciosa que a ti te entraba difícilmente en una sola pierna.

Pero, a ver: ¿qué pasa? Se supone que soy feliz conmigo misma, que he conseguido quererme tal y como soy. Llego a casa, me miro al espejo y pienso que sí, soy guapa. ¡Soy guapa y estoy buenísima, joder! Entonces, ¿por qué cuando las veo llegar a ellas todo se cae abajo? ¿Por qué todo en mí cambia cuando las veo aparecer?

Sé que no se trata de odio, porque al fin y al cabo son mis amigas y si lo son es por algo. Tampoco es envidia, claro que no: no quiero ser como ellas, me gusta ser yo. Entonces, ¿dónde está el problema? ¿Soy yo el problema? Tal vez sí que les tengo envidia y no lo quiero admitir; tal vez las odie y ni yo misma lo sepa.

Y tras mucho pensarlo, tras mucho darle vueltas, tras preguntarme una y otra vez dónde estaba el problema y rebuscar dentro de mí… Me di cuenta. Me di cuenta de que el problema no estaba en mí, ni siquiera era yo misma. Me di cuenta de que el problema tampoco estaba en los pantalones cortos monísimos de la muerte, ni en las botas de caña alta. Tampoco en la playa ni en las medias que siempre, hasta en verano, me veo obligada a ponerme. No, nada de eso. De hecho, tampoco estaba el problema en mis amigas delgadas, no. La dolorosa cuestión era todo lo que las rodeaba a ellas y como eso me hace sentir a mí.

El problema está en cómo ellas se comportan conmigo, en como ellas son felices sin tener que mentalizarse antes (o al menos, no tanto como yo necesito mentalizarme). El problema está en como dicen, muy tranquilamente, que necesitan adelgazar porque, ¡ay Dios! ¡Mira cuánto he engordado! El problema está en como te mienten dicen que tú no estás gorda, que tú eres perfecta así, tal cual. El problema es como ellas pueden comerse el paquete de papas fritas más guarro del estanco sin problemas, y como tú babeas y dices no, gracias cuando te ofrecen.

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Tú, súper agradecida.

El problema está en que mi abuela, cuando las ve, me dice que a ver si hago deporte y me pongo a dieta, así me pongo tan monina como están ellas. El problema está en Amancio, que cree que ellas son las únicas que pueden llevar su ropa, mientras que yo tengo que desvivirme por encontrar unos pantalones que me sienten bien. El problema está en el mundo, que se empeña en creer que ellas están sanísimas mientras yo soy un despojo.

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SAL DE ESTE CUERPO, SATANÁS.

Está claro: todo lo que me hace dudar de mi felicidad tiene que ver con ellas, con todo lo que las rodea. Está en el hecho de que yo soy la amiga gorda del grupo y eso siempre me hará diferente, por mucho que yo no lo quiera así. Y me hará diferente a ellas a mis ojos, a sus ojos y a los ojos de todo el mundo. Mi vida siempre será un poquito más difícil si la comparamos con la de mis amigas delgadas, eso está más que demostrado. Y duele mucho pensarlo, decirlo, lo duele todo. Lo duele tanto porque, precisamente, son tus amigas y son lo más importante. 

Y lo sé: las comparaciones son odiosas. Pero, ¿qué le hago yo si el mundo no hace más que compararme con ellas?