Hace un tiempo me fijé en una chica. Podría decir muchas cosas sobre ella pero, sin duda, lo que me llamó la atención en ella fue su mirada cansada.

Era demasiado joven para estar tan agotada. Era demasiado mayor para sentirse tan insegura.

Me fijé más. La examiné. Le pregunté. Y comprendí que estaba agotada por tratar de llegar a una meta. Una meta inexistente, creada sólo por ella o, tal vez, el mundo que le rodeaba.

Era como si tratase de alcanzar algo que estuviese demasiado alto. Algo que no alcanzaba de puntillas. Por eso arrastraba una silla para subirse y llegar. Pero tampoco llegaba, así que, con la otra mano, arrastraba una escalera. Pero tampoco. Nunca llegaba. Nunca alcanzaba eso que ella creía que debía hacer.

Esa chica, esa mujer cansada, era yo. Sí, yo. Un día me miré al espejo y me vi con los ojos tristes, me vi cansada de arrastrar escaleras para poder subir y alcanzar eso que debía coger.

¿Pero por qué? ¿Y qué era eso?

Me di cuenta que yo misma me había puesto metas inexistentes. O tal vez era el mundo el que nos las pone sin darnos cuenta.

Pero durante mucho tiempo pensé que no lo era, no era suficiente.

No era lo suficientemente guapa que debía ser. No era lo suficientemente delgada.  Ni alta. Ni mi pelo estaba bien. Ni mi cara. No era tan culta como debería. No era tan divertida como tendría que ser. Debía ser mejor hija. Mejor amante. Mejor novia. También tenía que ser más fuerte. Más paciente. Más  valiente. Más ambiciosa. Más lista. Tenía que salir más. Vestir mejor. Tener más pecho y menos tripa…  

Me examinaba, me sacaba fallos. Me decía a mí misma las cosas que debía cambiar. Yo no era suficiente. ¿Pero suficiente para qué?  ¿A qué hay que llegar? ¿Y qué es suficiente? ¿Quién lo mide? ¿Y cómo? Nadie es perfecto. Nadie tiene una vida bañada en filtros de Instagram.

Me acordé de Mary Poppins cuando sacaba ese metro mágico y medía a los niños. Les decía sus fallos, a golpe de altura, de centímetros, sin que ellos pudiesen hacer nada. Y luego llegaba ella y con su altura exacta conseguía la perfección: “Mary Poppins, prácticamente perfecta en todo”. Después, durante un número musical ella se miraba en el espejo y cantaba y se cantaba. Hasta que su réplica en el espejo se venía arriba y decidía quitarle protagonismo. A lo que ella respondía (se respondía): “Descarada”.

Pues no, yo no tengo un metro mágico que me diga mis virtudes y defectos. Y no, no quiero ser prácticamente perfecta en todo porque, al igual que ella, eso no existe. Yo me miré en el espejo pero el reflejo no me devolvió un reflejo cantarín como el de ella. Me vi cansada, me vi que “no era suficiente”.  Y me dije: se acabó. Yo soy yo. Ni insuficiente ni perfecta. Nadie lo es.

Porque nadie debe decirnos ni hacernos sentir que no llegamos. Porque no hay baremos ni metros mágicos. Porque debemos perseguir lo que buscamos, lo que anhelamos, pero no debemos correr carreras que nos imponen para alcanzar algo imposible.

Nadie es perfecto. Que nadie me diga que no soy tan delgada como debería, ni tan guapa, ni tan alta, ni tan divertida, ni tan seria, ni tan alocada. No quiero volver a mirarme en el espejo y volver a sentir que no soy suficiente. Me miro y veo mis fallos, mis aciertos, cosas que quiero mejorar y cosas que no. Cosas que puedo hacer y cosas que no. Me veo sonreír.

Y es suficiente. Yo lo soy.

 Marypoppins mirror

Imagen destacada: Pexels

Imágenes: ‘Mary Poppins’ (1964) (Disney)