¿Alguna vez te has parado a pensar en las cosas que nunca llegaste a hacer por miedo? En las dudas, en el vértigo, en las peleas contra las sábanas poniendo cara a los “y si…”. Puede que lo que nos aterra no sean las caídas, sino la inseguridad que provoca no saber si seremos capaces de levantarnos. No nos asustan los golpes, sino no verlos venir. Acojona parecer débiles, acojona perder el control, acojona asumir que el azar puede tumbarnos con una sola tirada de dados. Tenemos miedo al miedo.

Miedo a sufrir. Miedo a la ansiedad. Andamos de puntillas evitando cualquier riesgo que invite a la incertidumbre y construimos un muro que bloquea esa sensación a base de sudor y lágrimas. Vivimos creyendo que el miedo es una enfermedad fácilmente evitable a base de cuarentena y arresto domiciliario, pero nace de nosotros. No viene sin ser llamado, sabe cuándo le buscamos, el miedo huele al miedo. De nada sirve intentar controlarlo, como cuando te dicen que no pienses en un elefante verde y tu mente dibuja a ese animal inevitablemente.

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Si es parte de nosotros, ¿por qué no aceptarlo como tal? Reconciliémonos con él, dejémosle jugar. Cuando llame a tu puerta no le frenes, no salgas corriendo. Háblale, pregúntale por qué ha venido. Eso sí… No te creas todo lo que dice, porque el miedo a veces también tiene miedo, y cuando esto pasa miente. No se lo tengas en cuenta, le han comido la cabeza. Él es un reflejo de nuestras inseguridades, un cuadro que pintamos a lo largo de los años con todas las escenas que nos hieren, que nos marcan, que nos ponen la piel de gallina, que nos dejan con las ganas. Se mueve por cada rincón de tu cuerpo, conoce las esquinas de tu mente, y en sus viajes interminables jamás olvida visitar a tu autoestima, tus creencias, tus pensamientos y tus palabras. Le gusta que tu corazón bombee con fuerza, que tus pupilas se dilaten y que tu respiración se acelere, así se asegura de que sabes que ha llegado.

De cara a la batalla todos tenemos la armadura preparada, y al oír a lo lejos el sonido de guerra nos la ponemos. Con la espada en la derecha, el escudo en la izquierda, y las inseguridades como casco peleamos contra el miedo. Él se esconde, se camufla, se disfraza de otros miedos, no quiere luchar. Grita en silencio para pedirte ayuda, quiere que le digas que no es para tanto. Necesita que creas en ti para que dejes de creer en él.

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Huir es imposible, se encuentra dentro de ti. Pelear es inútil, los dos acabaréis heridos. Tienes que quedarte, agarrarle de la mano y dar un salto de fe. Si tropiezas, no caves un agujero. Levántate. Muévete. Toma impulso. Sé valiente, de los que se acojonan y lo afrontan, sin rendirte, caminando incluso cuando te tiemblan las piernas. Sé sincero, de los que no temen reconocer sus límites, sin vergüenza, con la cabeza bien alta incluso cuando tu voz es baja. Sé fuerte, de los que cogen impulso con las caídas, sin compadecerte, luchando por tus sueños incluso cuando nadie cree en ti. Sé tú mismo, sé quien quieras ser, sé tu mejor versión, sé el protagonista de una historia que solo tú puedes escribir.

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