Incluso cuando me veía estupenda, sexy, en un peso ideal, cuando toda la ropa que me gustaba me entraba y me quedaba bien, yo seguía sin sentir esa chispita de amor propio que se siente cuando alguien que se ama se mira en el espejo. Yo me ponía delante de mi reflejo en el baño, con las luces encendidas, sintiendo que estaba en Hollywood y a la vez, sintiendo que el medioambiente me odiaba un poquito por joderle la marrana. Me miraba y remiraba. Y seguía sin ver nada. Nada dentro de mi todo, entiéndase. Claro que veía mi pelo, mis ojos, mis labios, mis hombros, mis manos, esa tripa que no era plana como la de Keira Knightley  pero que no hacía curvas hacia abajo, tampoco. Era frustrante que en mi rostro delineado y de rasgos marcados siempre hubiera un gesto de insatisfacción. Me daban ganas de agarrarme a mí misma y zarandearme: ¿Qué más quieres? ¿Qué más necesitas? ¿Por qué nunca estás contenta? ¿Por qué nunca te ves suficiente?

Yo arrastraba (arrastro) toda una vida de presiones por mi físico a mis espaldas. En este viaje tortuoso que es existir, además, cargo con chorrocientas mil frases que me han marcado siempre. Es una pena que estés así. Si te cuidaras un poco, estarías preciosa. Ponte faja. Foca. Vaca. Te pongas lo que te pongas vas a parecer una carpa de circo. Y al fin me decidí a hacer dieta y ejercicio regular. Porque estaba harta de escuchar cosas que no quería oír. Estaba harta de que me dieran consejos que yo no había pedido. Pero esas voces seguían resonando en mi cabeza. A pesar de que lo había conseguido (de setenta y siete kilos bajé a sesenta y dos), por dentro yo seguía con mi número repetido y elevado, excesivo para una persona de mi edad y mi altura. Y odiaba a esa chica. Odiaba todo lo que le decían y odiaba que tuvieran razón.

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Como suele pasar, cuando todo se vino abajo, ganar peso fue una de las consecuencias. Vaya, en mi vida he ganado nada más que kilos, mirad qué suerte tengo. Estaba convencida de que nadie (y mucho menos yo) iba a querer al reflejo de lo que había dentro de mí: inseguridad, complejos, dudas, miedos y mucha, mucha mierda. Llevo tres años odiándome y dándome igual. Me maquillaba para las cenas de Navidad y cuando mi madre me lo imploraba, con lagrimones de madre en los ojos, para dar una buena impresión a la gente a la que muy a su pesar iba a tener que mostrarme. Pero ¿el resto del tiempo? Nah. Para qué. No iba a servir de nada. No me iba a conseguir la interacción social que yo necesitaba. El rechazo a mí misma se tradujo en rechazo hacia los demás. Cuanto menos tiempo pasara con la gente, mejor. Cuanto menos descubriera de mí misma, mejor.

Y entonces, recientemente, el foco del POR QUÉ apareció sobre mi frente. Y tíos, brilla de una manera que no os podéis imaginar, brilla como un cartel promocional, brilla como Las Vegas cuando lo dan todo. Por qué no puedo salir con los demás. Me da igual ser la que más pese de todo el grupo, yo sólo quiero hablar y reír aunque se me marquen las papadas. Por qué no puedo enamorarme de verdad. Me da igual ser más ancha que mi pareja, los besos no entienden de tallas ni de estrías. A esa persona no le importa que mi cazadora de cuero de hace tres años no me entre por los brazos. Le importa que en mi rostro brille una sonrisa, no una mueca de descontento. Por qué no puedo maquillarme sin tener que impresionar a nadie. Quiero impresionarme yo. Quiero gustarme yo. Quiero quererme yo. Quiero dejar de sentirme mal cuando miro las etiquetas de mis pantalones. Quiero hacerme fotos y tener ochenta millones de likes, no porque salga buenísima, sino porque la cámara ha captado mi halo de seguridad.

Quiero luz. Quiero vida.

Quiero querer a esa chica que ha tenido que oír tantas cosas a lo largo de su vida, porque se merece que la amen tanto como ella puede amar a los demás.

Autor: Clara Iskald