“Por favor, quítalos de mi vista”. Hace menos de 5 días que dije estas palabras entre lágrimas. Tres días antes había dado a luz a un bebé de 23 semanas, mi hijo que había estado conmigo cinco meses de mi vida y que ahora ha dejado un vacío físico y emocional que no sé cuándo podrá volver a llenarse. Ver el body y el jersey (las dos únicas cosas que le había comprado, gracias a Dios) encima de la cómoda nada más llegar a casa del hospital fue devastador.

Todo comenzó unos días antes, cuando acudí a urgencias por pura intuición. En realidad, no tenía signos alarmantes de nada, y fui con relativa tranquilidad, hasta bromeaba con mi marido en la sala de espera. Pero al examinarme la doctora todo cambió, mi mundo se dio la vuelta para siempre. Parte de la bolsa amniótica asomaba y había peligro de rotura. Me operaron de urgencia y ahí empezaron mis diez días de ingreso en el hospital. El reposo absoluto, los antibióticos para evitar infecciones, aquella noche en la que me dijeron que tenía una fisura en la bolsa, los lloros, la aceptación de un posible aborto, la aceptación de un milagro unido a una larga estancia postrada en una cama, la amniocentesis, las decenas de exploraciones, la indefensión, las noches en vela de mi marido, mi hermana, mi padre…el día que me empiezan a doler las piernas, los riñones…la fiebre…romper aguas entre horribles dolores de parto…el parto…sentir a mi hijo nacer pese a la sedación. El amargo alivio de saber que todo ha acabado.

Pero nada ha acabado. Ahora me enfrento a mi barriga vacía, en la que hace tan solo una semana sentía moverse a mi hijo, al que acertadamente no llegamos a poner nombre. Marcos habría sido seguramente el elegido. Apenas puedo mirarme en el espejo cuando me cambio de ropa, porque es insoportable cada vez que me doy cuenta de que ya no está ahí. No sé cuándo volveré a sentirme “normal” ni si eso volverá a pasar. Sé que en un mes mi cuerpo se habrá reajustado a su nueva situación, pero no sé cuándo lo hará mi mente. Todavía no puedo coger el teléfono a casi nadie, tengo miedo de ponerme a llorar. Tengo mucho miedo de volver a trabajar, de las miradas de pena, de las condolencias, de hacer sentir incómodos a mis compañeros, del cariño de mis alumnos, de ver cómo la barriga de mi compañera, la que estaba del mismo tiempo que yo, sigue creciendo y la mía no. Tengo miedo de las fechas, del mes, de mirar mi agenda y ver citas médicas tachadas, del 12 de junio, cuando salía de cuentas.

Siento rabia, impotencia. Me pregunto por qué a mí, por qué no antes, por qué pasan cosas tan horribles. Odio a los que me dicen que los abortos son más comunes de lo que se piensa (lo son, pero los tres primeros meses; lo mío no es un aborto, es un mortinato), a los que desdeñan mi dolor y me dicen “ya verás, en nada, embarazada otra vez” sin saber que el próximo embarazo será de alto riesgo y aún no estoy preparada para sufrir de nuevo. Odio a los que me hablan de los designios de Dios, de que el cuerpo es sabio, de que todo pasa por algo, aunque es lo que yo no dejo de repetirme.

Pero amo a mi familia, a mis amigos, los que me pueden visitar y distraerme, los que me llaman por teléfono para hacerme reír, los que me mandan flores porque están demasiado lejos para darme un abrazo. Amo a mis alumnos, que me mandan mensajes de amor y comprensión y me hacen amar aún más mi profesión. Y por encima de todas las cosas, amo a mi marido, porque él también sufre pero no deja que lo vea para no hacerme sufrir, porque me hace reír como siempre, como si nada hubiera pasado, porque creo que gracias a él no voy a necesitar ayuda psicológica y porque, si de algo ha servido todo esto, es para querernos aún más de lo que ya nos queríamos.

Esther