Para muchas personas la moral es un concepto bipolar formado por  lo correcto y lo incorrecto, mientras que otros imaginan la existencia de un infinito espectro cromático compuesto por multitud de tonalidades. Si hay una característica en común entre ambas filosofías es que la moralidad es social y cultural. Imagínate a Mari Carmen, una señora de 75 años que vive en un pueblo alejado de la mano de Dios al norte de Albacete y que espera pacientemente a que su hijo llegue del afterhour. Si le preguntas que qué opina de que su hijo se haya pasado por la piedra a media comarca manchega te dirá algo como “uyyyy, es que menudas frescas son las niñas de hoy en día que se arriman como águilas al primer zagal que encuentran”. A la señora Mari Carmen le han educado unos valores retrógrados, rancios e “inmorales” en comparación con la -más o menos- moderna sociedad actual.

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Construimos nuestras creencias en base a lo que vemos en casa, lo que oímos a nuestros amigos y conocidos, lo que nos meten los medios a calzador y a veces -solo muy de vez en cuando- nos alejamos de nuestro círculo en busca de información. Destapamos nuestros instintos animales con frecuencia y facilidad, pero se supone que somos racionales. Cabría esperar que a la hora de actuar no ignorásemos nuestros valores como si de un ex pesado se tratase. Renunciando a la lógica optamos por alimentar esa lucha interna de moral contra ego.  

Te pongo en situación, imagina que estás leyendo un test de la Súper Pop.

Instrucciones: abstenerse los “yo no haría eso”, es un hipotético, limítate a contestar con total sinceridad (puedes basarte en la experiencia).

Llevas un par de meses reguleros con tu pareja, ya no hay sexo, no hay miraditas como las del principio y tampoco te come la boca en los ascensores. Realmente te estás planteando poner fin a la relación pero él/ella está pasando un momento malo, tiene el agobio de los exámenes y no quieres que suspenda por tu decisión. Tus amigos te proponen salir, dices que sí y te adecentas un poco para partir con la pana. Ya en el bar, tras unas cuantas cervezas (y chupitos), una chica/o te empieza a poner miradas, se acerca a ti y te pregunta si tienes pareja. Tú respondes que sí, y él/ella te contesta “yo no soy celosa/o”. No sabes muy bien cómo pero al final acabas morreándote. A la mañana siguiente piensas:

A. Iba más pedo que Alfredo y un desliz así lo puede tener cualquiera.

B. Las cosas entre nosotros están fatal, es normal que si no hay mambo en casa lo busque fuera.

C. Seguro que en mi situación mi pareja hubiese hecho lo mismo.

D. Bueno, no es algo tan raro, algún amigo mío también le ha puesto los cuernos a su pareja y no se ha acabado el mundo.

E. El/la del bar me iba buscando, ¿cómo no iba a caer si estaba pico y pala?

F. Mi pareja y yo estamos tan mal que es como si no estuviéramos juntos, así que prácticamente no son cuernos.

G. Lo que he hecho está mal, no hay excusas.

 

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Probablemente has escogido la opción “G”, pero seguro que te has acordado de algún amigo o conocido que ha puesto los cuernos a su pareja y se ha justificado con una de las otras alternativas y, seamos honestos, si se diesen las circunstancias -que sí, que nunca va a pasar, sigue siendo un hipotético-, es posible que tú también lo hicieses. 

¿Qué es lo que nos impide aceptar la responsabilidad de nuestros errores sin recurrir a pequeñas -y no tan pequeñas- coartadas? ¿Es cuestión de orgullo? ¿Intentamos proteger nuestra autoimagen? Tenemos un doble rasero muy marcado, juzgamos con severidad las conductas de los demás y tachamos de injustificables sus errores pero entonamos el mea culpa con la boca pequeña. Somos, en resumidas cuentas, la personificación del “me han suspendido” vs. “he aprobado”. El resto del mundo es blanco o negro y tú eres el arco iris.

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Nos recuerdan incesantemente que los fallos son el paso previo del éxito, un eslabón asociado al aprendizaje, una etapa necesaria para cuestionar nuestros desatinos. Entonces de qué sirve tropezar cien veces si al final del día te arrastras contra esa piedra destinado a repetir las mismas cagadas una y otra vez, preso de la vanidad como un dios del Olimpo que camina entre los mortales imponiendo su intachable ética y olvidando el significado de “predicar con el ejemplo”.

Los valores son ahora un accesorio de quita y pon, un traje reversible que transforma al que lo viste en juez, verdugo o penitente según las circunstancias, y cabe preguntarse si la dualidad moral es el clímax o el preliminar, la consecuencia o la causa de nuestra incoherencia. Si todos estamos de acuerdo en que es más sano raparar nuestra carga moral asumiendo la culpa, ¿por qué seguimos vendiendo los ideales al mejor postor? Tal vez renunciamos hace tiempo a la razón por una falsa sensación de perfección y disfrazar el pensamiento cada vez que violamos nuestras creencias es la norma y no la excepción, pero somos libres de nuestros actos, no de sus consecuencias. Al final del día es inevitable que los lastres se dejen ver y los escombros con los que arrasamos embestirán a golpe de metralla en el cerebro. Será entonces cuando, pseudoparafraseando a Séneca, «el arrepentimiento se convierta en remordimiento aceptado» porque en el fondo todos sabemos que no somos tan buenos, solo un poco gilipollas.

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