Soy una perdedora. Lo admito. Lo digo abiertamente y en público. Soy una perdedora.

Perdedora, pobre palabra. Anclada y desterrada al rincón de adjetivo maldito. Nadie quiere serlo, todos rehúyen. Pero yo lo admito, yo lo soy: perdedora.

Porque pierdo los miedos. Los que se me fueron acumulando en una maleta de tiempo. Los que me van saliendo en el día a día. Los que se fabrican con eso que algunos llaman madurez.

Soy una perdedora. Porque pierdo las vergüenzas tontas que me he ido fabricando. Porque ya me miro en el espejo, me envalentono y me sonrío. Porque hasta ya me pongo ese vestido que no me atrevía, he ido perdido la vergüenza, dejando sólo algún rastro por el camino.

Soy una perdedora. Porque pierdo mis fuerzas en fabricarme metas, porque mi energía se marcha en hacerme nuevos retos.

Pierdo continuamente. Pierdo la compostura y me río sin pudor, bailo mal o abrazo con fuerza.

Sí, perdedora. Porque pierdo horas de descanso persiguiendo otros sueños. Sueños de esos que se fabrican y se hacen.

Pierdo ratos recordando. Recordando el sabor de ese cuello (nicotina, sudor y chocolate), la letra de esa canción o el viaje que nunca hicimos.

Soy una perdedora. Me pierden las ganas, los nervios me aceleran y me como las uñas esperando que llegue ese día.

Pierdo metros.

Me pierdo buscando las calles.

Soy una perdedora. Pierdo los libros que voy dejando, las películas con las que he llorado.

Pierdo y gasto tinta anotando todos los viajes que voy a hacer, las cosas que puedo aprender, las historias que quiero inventar.

Por todo esto soy perdedora. En el resto de cosas, puede que pierda pero vuelvo a encontrar. Así que sí, soy una perdedora.

Y por eso mismo, por todo lo que pierdo, encuentro y aprendo también puede decirse que me convierto en ganadora.

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