Una tarde de diciembre nos sentamos en un banco en ese parque que tantas veces nos había visto enamorados. Tú sabías lo que te iba a decir, pero aun así me cogiste de la mano. Quizás en un último intento de salvar lo insalvable. Quizás para darme fuerzas para hablar.

Esa tarde, entre lágrimas, te dije que TENÍA que dejarte marchar. No que no estuviera enamorada, no que quisiera alejarme. Si no que no podía aguantar más: o soltaba la cuerda, o perdía las manos.

Para ti fue un golpe suave. A los dos días ya volviste a salir de casa, a llamarme “amiga», a disfrutar de la soltería de la que ya disfrutabas estando conmigo. Yo, mientras tanto, sentía que me iba a consumir como una vela, porque te miraba a los ojos y todo mi alrededor ardía en llamas. Sabía que sería lo mejor, que había tomado la decisión correcta. Pero tendrían que pasar dos eternidades antes de que lo comprendiera. Hasta entonces, todos mis días eran un “¿y si…?” constante.

Al principio te lloraba como una cría, porque no entendía por qué habías pasado página tan rápido. Pero las cosas no eran así. No es que hubieras dejado de quererme de golpe, sino que hacía años que ya no sentíamos lo mismo. Recordar nuestra felicidad era remontarse a cuando nos conocimos, hacía cinco años. Pronto dejamos que el drama, las acusaciones y el rencor nos llevaran de la mano a ese limbo de “te quiero, pero…”, “te quiero, a pesar de…”. Mucho antes de que tú buscaras calor en otra candela, ya estábamos condenados. Pero yo seguía enamorada del junio de cinco años atrás, y no veía el invierno presente. Cuando lo vi, te lloré como una viuda resignada.

Seguía sin saber cómo vivir sin ti, así que terminé por bloquearte de todas partes: de las redes sociales, de mi móvil, de mi boca, de nuestros amigos. Nadie podía decir tu nombre en mi presencia.

Sin embargo, te llamé borracha varias veces. Te felicité borracha en San Valentín. Te escribí borracha el poemario más triste. Vamos, que me bebía lo nuestro en todas partes y luego me dedicaba a arruinar todo el esfuerzo que había puesto en olvidarme de ti.

Pero, poco a poco, dejé de hacerlo. Dejaste de ser un miembro fantasma. Los poemas se fueron terminando y las lágrimas, muy lejos de secarme por completo, simplemente se terminaron.

Poco a poco, lo fui viendo todo: tu estupidez, mi cabezonería, nuestros demasiados intentos, el día que dejamos de hacernos el amor para follarnos como si fuéramos desconocidos, tus engaños, mi orgullo… todas las piezas del puzzle empezaron a ocupar su sitio. Así dejé de idealizar nuestra historia.

Entonces me acordé del día que pensé que me iba a morir porque sabía que tenía que dejarte marchar aunque no quería. Y me sentí orgullosa, porque si salí de nuestra guerra por mi propio pie, podría enfrentarme a lo que fuera.

Y me di las gracias por dejarte ir, porque me lo debía.